Sucedió como sucede cualquier pequeño acontecimiento en el mundo físico: un deslizamiento de tierras o un muro de piedra que cede de pronto. Empujada por una suerte de gravedad lógica, caí de rodillas al suelo. Junté las palmas de las manos, convirtiéndolas en un nudo, y me lo llevé a la frente. Entonces empecé a rezar. Digo que empecé a rezar pero lo cierto es que no mesé toda la oración. Ni siquiera estoy bautizada. Sin embargo, el otro día mis piernas cedieron, apreté las manos y los ojos con todas mis fuerzas. Si tuviera que definir mi rezo novato, diría que hacía fuerza con todos los músculos de mi cuerpo, que tenía un agujero negro en el centro del estómago. Centrifugaba, y era tan poderoso que desabrochaba mi alma, me llevaba a miles de kilómetros de distancia, cerca de otros cuerpos, fardos de sábanas blancas de todos los tamaños. Y los abrazaba, y los besaba.. Desde que empezó la matanza no sé dónde poner mi sufrimiento por los inocentes asesinados. Por los que morirán hoy, y mañana. Transporto mi dolor de un lado a otro como una olla de agua hirviendo. Al principio tenía ataques de ansiedad, golpeaba puertas y paredes, me retorcía de odio ante los asesinos y ante los gobiernos que dentro de unos años celebrarán actos por la paz y financiarán exposiciones interactivas para reflexionar sobre lo sucedido. Tenía deseos de venganza. Empecé a pensar que el día del juicio llegará, que arderán en el infierno. Ahora sé que la justicia ya no es posible. Todo ha terminado. El hechizo que me hacía creer que había un límite ante la crueldad y el ensañamiento, un hilo de respeto hacia la vida humana, se ha evaporado. Día tras día, por acción o inacción, todos los mandatarios colaboran en la aniquilación total.. Fue un vídeo lo que me hizo empezar a rezar. En él aparece un joven moribundo con el rostro lleno de pólvora. Sonríe a pesar de que sus hijos, su mujer y su madre acababan de morir en una explosión. «Mis niños son pájaros en el paraíso», dice, con ganas de verlos. Pide al amigo que lo graba con el móvil que busque ataúdes de madera para todos. Un joven feliz -feliz- porque sus seres queridos han muerto desmembrados, en un suspiro, y no sufrirán el tormento de sus heridas.. Me pregunto qué es lo que impulsa el rezo. Lo primero que me viene a la mente es la desesperación, pero también la conciencia de la propia humildad ante lo incontrolable y monstruoso. Es saberse impotente y pequeño, encomendarse a un ente superior. Pedir ayuda, piedad para ellos y para uno mismo.. «El día que empecé a rezar, algo cambió. Ya no necesitaba romper cosas, porque el daño, demasiado, ya estaba hecho». El día que empecé a rezar, algo cambió en mí. De pronto ya no necesitaba romper cosas, salir a la calle, cambiar algo por la fuerza, porque el daño, demasiado, ya estaba hecho. Eso me dio miedo: ¿El rezo es desmovilizador?, me pregunté. ¿Es la expresión de la desesperanza y la pasividad? ¿He sido derrotada? Mi plegaria no era performática, sino visceral, pero ¿cuál era su significado? Me di cuenta de que necesitaba hablar con alguien que hablase con Dios. Horas después escribí un mail a las monjas del Monasterio de Sant Benet de Montserrat. Les conté todo. No sólo sentía la necesidad de vaciarme, de llorar por las víctimas inocentes, sino que me urgía rogar por ellos. Mandarles, de algún modo, mi amor eterno.. La respuesta del monasterio -de la monja anónima que, imagino, se encarga de responder los mails-fue rápida: «Realmente, ante tanta derrota y misterio del mal, ante tanta muerte y sufrimiento, una queda muy tocada. A menudo sólo podemos hacer eso: poner ante Dios toda esta realidad para que Él la transforme en vida nueva. La plegaria es eso: ponerse ante Dios con sinceridad de corazón y poner ante Él todo lo que llevamos dentro, gozos y angustias. Y creer, creer que todo esto está en las mejores manos».. Mi intuición era que rezar presuponía una rendición política, y la monja no hizo más que aumentar mis sospechas. Le respondí dándole las gracias, mintiendo sobre el consuelo que sus palabras me habían ofrecido, y añadí una última pregunta, esta vez acerca de rezar para que Dios castigue a los criminales. «Quizás no es tan contundente como a veces querríamos», contestó, «pero nuestro Dios no es un Dios justiciero, sino un Dios que quiere vencer el mal y el dolor poniendo amor y mirando el corazón de las personas».. Aquella noche soñé con una ceremonia espontánea de vecinos, velas y flores de plástico. Más que una ceremonia era un lugar permanente, una parroquia sin techo ni paredes, un espacio abierto en medio de la calle, silencioso, lleno de abrazos y sollozos. Cuando me desperté, comprendí que lo que necesitaba no era sólo rezar, sino hacerlo fuera de mi casa, de forma íntima y comunitaria, como en una iglesia. Ahora que los ciudadanos del mundo muestran más humanidad ante el horror perpetrado por Israel que sus gobernantes, rezar juntos tiene sentido, los rituales inventados tienen sentido, porque nos descubren que no estamos solos, que nuestro amor hacia el pueblo palestino llega más lejos que la ayuda humanitaria. Nos descubre la libertad de espíritu ante la impotencia y las mentiras, y eso es poderoso. Ojalá surjan iglesias invisibles en la ciudad. Ojalá podamos ir todos a llorar.
La Lectura // elmundo
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