Un deseo totalitario. ¿Fue eso lo que me asaltó en la ducha? Bajo el chorro caliente recordé el primer cuento en forma de libro del que tengo memoria: «El Hombrecito Vestido de Gris», de Fernando Alonso. Es la historia de un hombrecito gris -traje gris, bigotito gris, sombrero gris- que vive aplastado por la rutina y la repetición. Eso por fuera, porque por dentro sueña con ser cantante de ópera. El cuento finaliza mal: el hombrecito canta y le lanzan agua desde los balcones. Él mismo termina atándose un pañuelo a la cabeza para no cantar, simular dolor de muelas y evitar ser despedido. Alonso escribió un final alternativo, más optimista, en el que el hombrecito estaba radiante, con los brazos extendidos en un escenario.. «El Hombrecito Vestido de Gris» fue mi primer contacto con el arquetipo de hombre moderno, preso de la monotonía y el vacío existencial. Otros cuentos y dibujos animados ahondaron más tarde en la misma idea: los trabajos de oficina son la muerte lenta, los trajes con corbata son los enemigos de la imaginación. Remataron la faena Kafka, Orwell y Foucault, retratando con precisión el infierno burocrático y la vigilancia estatal, la pérdida paulatina de libertades bajo el sistema, el absurdo, la alienación. Sin embargo, bajo el chorro de agua me invadió este deseo insólito, impropio de mí: quise que hubiera más hombrecitos grises en el mundo. Y tal vez no era la única.. «Día a día, la maltrecha cabaña de la civilización se tiene en pie gracias a los hombrecitos y las mujercitas grises». Una parte de la población está empezando a desarrollar sentimientos religiosos hacia los hombres y mujeres que vigilan las normas, los protocolos, el orden establecido, que, visto lo visto, tal vez no estaba tan mal. Somos legión los que le rezamos a Francesa Albanese, relatora especial de la ONU para los territorios ocupados. Nos une la devoción hacia esta santa que recopila los crímenes cometidos por Israel, y nos regala la ilusión de un juicio futuro. Hace poco vi en Instagram cómo la entrevista a un abogado se llenaba de likes, aplausos y besos. El hombre sólo decía: «La especulación inmobiliaria está prohibida por la Constitución. La Administración tiene que actuar». Y así podría seguir hasta el conserje, la bibliotecaria, el enfermero o la administrativa que mantiene un hilo de justicia en las instituciones desvalijadas. Día a día, la maltrecha cabaña de la civilización se tiene en pie gracias a los hombrecitos y las mujercitas grises. No sólo nos dan consuelo ante el escenario mundial dantesco, sino que nos animan a poner nuestras ramitas para que la cabaña aguante. Lo mismo podría decir de científicos y humanistas, esa gente que no se cansa de repetir que las enfermedades matan, que la sequía avanza, que los libros no se apartan ni se queman.. Pero ojo, no es mi intención escribir un cuento infantil. Ya sabemos que el Derecho no es lo que dicen las leyes, sino lo que dicen los jueces, y que Occidente prosperó gracias a dobles raseros y a una fantasía civilizatoria. Lo que ocurre ahora es que esa fantasía se ha hecho evidente, y muchos nos preguntamos si de verdad todo fue un truco, y si detrás no había nada, ni un mísero atril.. He vuelto a leer Bartleby, el escribiente de Herman Melville, con prólogo de Borges. Es curioso porque Melville empezó siendo un hombrecito gris. Acechado por la situación económica de su familia, tuvo que interrumpir sus estudios y «ensayó sin mayor fortuna la rutina de una oficina y el tedio de los horarios de la docencia», cuenta Borges. Más tarde se enroló en un velero, experiencia que «marcaría su literatura y su vida», y luego fue gris otra vez: «Hubiera querido ser cónsul, pero tuvo que resignarse a un cargo subalterno de inspector de aduana de Nueva York».. Las diferencias entreMoby Dick y Bartleby, señala Borges, son evidentes: Moby Dick es una aventura épica, «escenario todos los mares del mundo», con «ecos de Carlyle y Shakespeare». En cambio, Bartleby es un amanuense que trabaja en el despacho de un abogado de Wall Street que un día se niega a ejecutar trabajo alguno. Su estilo «no es menos gris que el protagonista». Sin embargo, sólo transcurrieron dos años entre la gran novela y el cuento (1851 y 1853), y aunque las diferencias son evidentes, también hay simpatías que las hermanan. La soledad de sus protagonistas, su locura y «la increíble circunstancia de que contagian esa locura a cuantos los rodean». Hacer cumplir las normas y regulaciones podría parecerse a surcar los mares para dar caza a una ballena.. Supongo que de esos vapores surgió mi fantasía gris, de imaginar un mundo lleno de inspectores de las pequeñas cosas, hostigadores de defraudadores, especuladores y corruptos. Que la gestión de las áreas básicas de la vida fuera tan humilde, mecánica e inamovible como una oficina de correos. Que sólo las mujeres y hombres grises, sin grandes aspiraciones personales, quisieran enrolarse. Recuerda Borges al final de su prólogo que poco antes de morir Melville publicó Billy Budd, una de sus obras maestras, «cuyo tema es el conflicto entre la justicia y la ley». Desobedecer leyes injustas es también una humilde proeza. Los últimos años de su vida Herman, los dedicó «a la búsqueda de una clave para el enigma del universo». Que no fuera que la hubiera encontrado ya y no se hubiera dado cuenta.
La Lectura // elmundo
Una parte de la población está empezando a desarrollar sentimientos religiosos hacia los hombres y mujeres que vigilan las normas, los protocolos, el orden actual, que, visto lo visto, tal vez no estaba tan mal Leer
Una parte de la población está empezando a desarrollar sentimientos religiosos hacia los hombres y mujeres que vigilan las normas, los protocolos, el orden actual, que, visto lo visto, tal vez no estaba tan mal Leer
