Poco después de la caída del muro de Berlín, Jacques Derrida desarrolló el concepto de fantología para describir la persistencia del pasado en el presente, no como una presencia tangible y explícita, sino más bien espectral y acechante (en francés, hantologie deriva de hanter, «asediar»). Esos «fantasmas» del pasado tienen la forma de ideas, hechos, personajes, traumas históricos, miedos y expectativas que mantienen su influencia y siguen afectando a la manera de ver el mundo, aun creyéndose superados -como el colonialismo, el imperialismo o el fascismo-, si bien no se presentan bajo la misma apariencia, sino como una variación que mantiene su familiaridad al mismo tiempo que provocan extrañeza.. Y uno de los aspectos interesantes del neologismo derridiano -y que conecta con esta novedad editorial vinculada a la memoria del Holocausto- es su vinculación con una ética de la responsabilidad, pues solo reconociendo las heridas del pasado podemos pensar un futuro más justo. «Prohibido el reposo a cualquier forma de buena conciencia», señalaba el filósofo francés nacido en Argelia de origen judío sefardí. En cualquier caso, Derrida no propuso una mera «rehabilitación» del pasado o una «invocación» de esos espectros, sino un análisis crítico de cómo operan estas presencias ausentes y nos condicionan.. Traducción de Lidia Vázquez Jiménez. Lumen. 176 páginas. 19,90 € Ebook: 9,99 €. Puedes comprarlo aquí.. Porque si pensamos en huellas cuya sombra todavía acechan Europa son las de los totalitarismos del siglo pasado y la destrucción de lo humano mediante la violencia. Tal fue la escala de aniquilación sistemática que los objetos cotidianos, las fotografías y los documentos cobraron un nuevo significado (espectral) vinculado a los perseguidos y hechos desaparecer en fosas, hornos y campos de concentración: a falta de voces, los susurros llegaban de un par de zapatos, una escudilla, un retrato, un sonajero o una carta. Y así fue como el siglo XX se entendió -no solo en la historiografía- como el siglo del testimonio, habida cuenta de la necesidad de dar voz a los sin voz, algo a lo que las nuevas técnicas de registro y difusión dieron un inusitado impulso.. Tal es el caso del proyecto que lanzaron en 2006 la Fondation pour la Mémoire de la Shoah y el INA (Instituto Nacional del Audiovisual) de documentar ante la cámara, bajo la supervisión de la historiadora Dominique Missika más de cien testimonios del periplo de los 76.000 judíos deportados de Francia, de los cuales solo regresaron 2.500, así como de niños escondidos con familias francesas y los llamados Justos. Uno de los supervivientes fue una joven nacida en Niza que estuvo en Drancy, Auschwitz-Birkenau, Brobek y Bergen-Belsen, que tres años después de su liberación se graduó, luego aprobó las oposiciones a magistrada.. En 1969 se incorporó al Gabinete del Ministro de Justicia francés, en 1974 fue nombrada ministra de Sanidad, durante cuyo mandato defendió la Ley francesa sobre la interrupción voluntaria del embarazo y, como colofón, en 1979, fue elegida presidenta del Parlamento Europeo, tras lo cual, y en la última etapa de su vida, se dedicó más si cabe, al frente de la citada fundación, a la investigación histórica, la transmisión de la memoria, la lucha contra el antisemitismo y el apoyo a los supervivientes del Holocausto. Su nombre, Simone Veil (1927-2017).. Solo la esperanza calma el dolor es la transcripción editada del testimonio que desgrana Veil ante la cámara y a Missika, cuyas intervenciones quedan fuera de plano. Se trata de no centrarse únicamente en la descripción pormenorizada del horror, sino de que cada entrevistado cuente su vida, esto es, «su familia, su recorrido, su destino, su retorno, siempre diferente, pero siempre el mismo, el de una supervivencia milagrosa en el corazón del infierno, por una sucesión de suertes o de azares», apuntan en el prólogo los hijos de Veil. Estos son conscientes de que el valor de estos relatos biográficos cambia a medida que desaparecen los últimos testigos y el Holocausto «se convierte en un tema de historia más que de memoria». Por la misma razón los campos de exterminio y los memoriales sucumben a las lógicas del turismo, y los objetos conservados, a la museificación.. A diferencia del más reposado Una vida (Capital Intelectual, 2010), este formato tiene la virtud de leerse como una conversación íntima en la que el lector ocupa el lugar de la cámara, sin menos detalles que las memorias escritas, pero más natural, como texto construido desde la oralidad. Y desde la especificidad del retrato de su entorno familiar de origen judío no practicante, convencidos patriotas republicanos, surge poco a poco el mapa de un continente conectado por vías de tren y campos de trabajo y de exterminio. Veil da cuenta de las decisiones y golpes del destino -mentir sobre la edad a su llegada a Auschwitz, no cortarse el pelo, ser deportada junto a su madre y una hermana, o designada a trabajos menos duros, cierta resistencia física a las enfermedades infecciosas-, que hicieron que años después regresara a París, no así sus padres, hermano y otros miembros de la familia.. Se alude, además, a aspectos menos transitados sobre los campos, como las relaciones con las kapos, el sexo o los casos de canibalismo cuando la infraestructura alemana de la muerte se quedaba sin abastecimiento. También lo es, y ahí sí que Simone Veil se detiene en episodios como las marchas de la muerte que se cobraron muchísimas vidas, el menosprecio a los supervivientes judíos en comparación con los de la resistencia francesa, como lo fue su hermana Denise -«básicamente nosotros éramos víctimas y ellos héroes»-, o incluso, cuando hace una estancia en Suiza para adolescentes en la posguerra, la exotización al estilo de las antiguas atracciones de feria.. La huella (derridiana) del pasado tiene especial presencia en los últimos capítulos, cuando Veil explica parte de su biografía política marcada por el hecho de la deportación, convertida en una defensora de la reconciliación francoalemana como vía para un «futuro no contaminado desde el principio por el resentimiento, el odio y el deseo de venganza», después del shock que supuso para su país una derrota, la de la ocupación, reflejo «de la debilidad de las democracias incapaces de defenderse, y también el resultado de cierta cobardía». O el peaje pagado por las víctimas en forma de silencio en aras de la reconciliación -«había que olvidar y volver a convivir como si no hubiera pasado nada»-.. También es al final cuando Veil expone su principal temor, que no el revisionismo, sino la banalización, la misma que demostraba ese diputado francés de la UDF que comparaba su ley del aborto con lo que hacían los nazis a los niños judíos. Así pues, recuerda, para librar las batallas del presente «hemos de recordar los ejemplos más terribles del pasado».
La Lectura // elmundo
Esta transcripción inédita del relato que la abogada y política francesa hizo de sus vivencias del Holocausto, que termina con una llamada a no olvidar, resuena como una conversación íntima en la que el lector ocupa el lugar de la cámara Leer
Esta transcripción inédita del relato que la abogada y política francesa hizo de sus vivencias del Holocausto, que termina con una llamada a no olvidar, resuena como una conversación íntima en la que el lector ocupa el lugar de la cámara Leer