Viajas en el primer tren de la mañana. Te corresponde un asiento de mesa junto a la ventanilla, y frente a ti aguarda una pareja indecisa entre desayunar antes o después de pasar por el hotel; lo comentan en voz bajísima, para no molestar. Abres tu mochila, sacas un libro y un bolígrafo. Quizá no baste con apuntar en los márgenes o las páginas de cortesía, y rescatas también un cuadernito. Justo antes de que el tren cierre sus puertas sube un grupo de cinco mujeres -por las edades distintas piensas que quizá madres e hijas, luego descubres que excompañeras de trabajo en la administración-, cuatro en la mesa paralela, una en el asiento junto al tuyo. Colocan las maletas, colocan los abrigos, se colocan ellas mismas. Gritan, preguntan a ChatGPT por planes interesantes, llaman por teléfono a la dueña del apartamento y se enfadan porque no responde -aún no ha amanecido-, discuten sobre la operación para aumentarse el pecho de la sobrina de una de las viajeras. La tía de la chica interrumpe su enumeración del precio y los motivos y las consecuencias, y grita: «ANDA, SI HAY UNA ESTUDIANTA». Por el libro abierto y el cuaderno cerrado y el bolígrafo, lo deduces: la estudianta eres tú. Como no comprendes la situación, ni adivinas qué respuesta espera, la ignoras y te centras en la lectura. Pero ella insiste, «UNA ESTUDIANTA HAY UNA ESTUDIANTA», con un tono entre la alarma y el recochineo. Por fin -al cuarto o quinto «ESTUDIANTAAAA»- la miras, ella calla, regresáis tú a tu lectura y ella al parloteo. Desistes al rato largo y las cinco páginas de fracaso, y sacas los auriculares para escuchar un pódcast.. De todas las actividades con las que entretenerse, quizá leer sea una de las que menos fastidian: no provocas ruido, no invades el espacio ajeno. En esta historia, «tú» significa «yo», y yo regresaba a casa después de trabajar en otra ciudad, y decidí entretenerme durante el trayecto de varias horas con la correspondencia entre Rosa Chacel y Ana María Moix -De mar a mar, se titula, con la edición de Ana Rodríguez Fischer para Comba-, aunque el contenido no importa porque la escena se habría repetido con cualquier otro título. Olvidé el incidente hasta que vacié la mochila, y emergió el libro entre el jersey del día anterior y el neceser, y recordé el despropósito: una persona adulta que identifica a otra persona adulta leyendo, e interrumpe su cháchara para señalarla ante las demás para que se unan a la burla, porque lo considera algo ridículo. «ESTUDIANTA», y se mofaba, desconcertada por el bolígrafo y el cuaderno, y sus amigas contemplaban con estupefacción allá donde su dedo señalaba -y «allá» era «yo»-, y la pareja de enfrente veía una película en el móvil y el resto del vagón descansaba, o escroleaba las redes; luego distinguí a una chica hojeando una revista.. Había plazos de entregas que cumplir, había un cesto de ropa sucia por lavar. Pero en los cinco minutos entre texto y texto, o mientras tendía la colada, recordaba aquella tesitura absurda y me preguntaba qué la había generado y qué la había permitido. Leer no te convierte en mejor persona. Existen monstruos con bibliotecas nutridas y seres prudentes sin estanterías: una evidencia, también cierta verdad. La cultura sin capacidad de interpretación no implica más que un magma de datos: un libro aporta unas ideas que ya tú te encargarás de gestionar. Pero me preocupaba qué existiría de risible en alguien que lee, o más todavía, en alguien que estudia, con lo que conlleva.. Irrumpió el eterno retorno, o ese debate en torno a las tensiones entre la alta y la baja cultura, con esa jerarquía prejuiciosa. Un debate abordado casi siempre con cierta superficialidad, creo, y a cierta distancia, como quien se asoma a un precipicio consciente del riesgo de caer, y con la certeza de salvarse si se guarda la distancia. Ahí me quedo yo, cobardica con mi vértigo prudente, aunque percibiendo en esa conversación cierta simplificación clasista de un asunto más complejo, que identifica la exigencia con lo minoritario, y la mediocridad con lo popular; que menosprecia aquella creación no legitimada por estirpes o academias, sino que arraiga en espacios antes no tan habituales -ahora sí-, y en muchas ocasiones subestima ciertas interlocuciones justo por esas otras circunstancias. Quizá este tipo de discusiones amplíen la distancia, ejerzan como repelente; provoquen que alguien que no lee perciba a alguien que sí como amenaza o como chiste.. Me esforzaba por interpretar la anécdota del tren como metáfora de algo: no conocía la vida de la viajera, la causa de su gesto, quizá un mal día o una mala semana o una mala vida, quizá una relación trágica con la lectura. Fabulé. Se me ocurrió qué imagen brinda alguien que lee en un tren, la impresión que yo -con mi libro y mi cuaderno y mi bolígrafo- desperté en la otra viajera, y las reacciones opuestas según las experiencias. A saber. Se me ocurrió también que ciertas cuestiones nada las explica. Escribí este artículo, y saqué la basura.
La Lectura // elmundo
De todas las actividades con las que entretenerse, quizá leer sea una de las que menos fastidian: no provocas ruido, no invades el espacio ajeno Leer
De todas las actividades con las que entretenerse, quizá leer sea una de las que menos fastidian: no provocas ruido, no invades el espacio ajeno Leer