Hay algo cruel en que los suplementos culturales reseñemos el premio Planeta y su finalista como si se enmarcasen en la literatura, cuando hablamos de novelas que jamás asomarían por aquí en circunstancias normales. Es cruel para esos libros, que nunca quisieron ser lo que no son ―es más, sus autores ni siquiera parecen intuir que un libro pueda ser de otra manera―. Lo es para el reseñista, que tiene que leerlos y, por si eso fuera poco, escribir después lo que todo el mundo sabe de antemano. Y lo es para las lectoras, tanto las que disfrutan con ellos, porque quizá se sientan juzgadas de forma subsidiaria, como las que prestan atención a la crítica literaria y desearían que les ofreciésemos algo más que la obviedad de confirmar que Cuando el viento hable es una cosa tremebunda.. Bueno, déjenme corregirme: en realidad, tampoco hay nada tan especial en Cuando el viento hable, la novela de Ángela Banzas ambientada en Galicia a finales de los cincuenta mediante una receta típica: niños, posguerra, secretos familiares, abuso de poder, un hospital, atmósfera gótica con gárgolas por todas partes, anden o no anden… Se trata de narrativa comercial de nicho, sin más, la misma clase de producto que se produce cada año en abundancia, siempre idéntico a sí mismo, sin permitirse el contagio con otras formas de escritura ni renovar un milímetro sus estrategias, dirigido a un público que exige un entretenimiento conservador aderezado con giros previsibles y clichés lingüísticos de vocación, ejem, poética: las manos se posan, los cuerpos tiemblan o se estremecen, el sueño es reparador y las palabras se musitan, las lágrimas se niegan a caer, las sonrisas se parecen a la tibia luz del sol, las metáforas hablan de espejos rotos en mil pedazos… En particular, me impresionan mucho las cosas curiosísimas que los gritos llegan a hacer en estas páginas: lanzar zarpazos en la atmósfera de las habitaciones, trepar desgarrados en la oscuridad, encasquillarse en las gargantas, cortar el aire caliginoso de la noche…. En fin, ¿qué quieren que les diga? Me estoy echando unas risas, pero al mismo tiempo me siento mal porque, insisto, esta reseña pondrá a la defensiva a la audiencia natural de Cuando el viento hable. A ver, todos tenemos nuestras aficiones poco exigentes, digamos las pelis de Charles Bronson, y entiendo bien por qué a veces necesitamos entretenimientos comatosos: no pensar, dejarnos adormecer por códigos prestablecidos, etcétera. Sin embargo, ojalá se entienda que una novela así no me desagrada solo porque yo me crea un guardián muy listo de la Cultura Seria™, sino porque de verdad me parece poco respetuosa con sus temas y sus lectores, ambos infantilizados por truquitos como caracterizar en una línea a cada personaje como bueno (y entonces habla con “genuina sinceridad”) o malo (en ese caso, se tapa la nariz y la boca con un pañuelo, “dejando patente” el asco que siente por los enfermos pobres). Una trampa más reveladora llega cuando la narradora se sirve de las prostitutas del burdel donde creció un protagonista para denunciar la hipocresía del pueblo que las difama, solo para aclarar en el último momento, ¡por si acaso!, que en todo caso la madre del chaval se limitaba a limpiar el local, sin ejercer. Y es que a los auténticos héroes está permitido ensuciarlos un poco, pero sin pasarse.. Aun siendo un detalle pequeño (los hay parecidos a decenas), ese paso atrás cobardica y cutre da la medida de una novela que, aparte de tener poco que ver con la literatura, dudo que suponga nada del otro jueves en su propio terreno de juego. Les juro que me ha tentado sorprenderles diciendo otra cosa, desafiar las previsiones celebrando Cuando el viento hable como una joya de Lo Popular (©Juan del Val) ni que fuese por divertirnos todos un rato con la tontería. Por desgracia, Babelia no está para ironías meta, así que a este libro tan tópico le ha caído la típica reseña que lo destroza.. Seguir leyendo
Hay algo cruel en que los suplementos culturales reseñemos el premio Planeta y su finalista como si se enmarcasen en la literatura, cuando hablamos de novelas que jamás asomarían por aquí en circunstancias normales. Es cruel para esos libros, que nunca quisieron ser lo que no son ―es más, sus autores ni siquiera parecen intuir que un libro pueda ser de otra manera―. Lo es para el reseñista, que tiene que leerlos y, por si eso fuera poco, escribir después lo que todo el mundo sabe de antemano. Y lo es para las lectoras, tanto las que disfrutan con ellos, porque quizá se sientan juzgadas de forma subsidiaria, como las que prestan atención a la crítica literaria y desearían que les ofreciésemos algo más que la obviedad de confirmar que Cuando el viento hable es una cosa tremebunda. Bueno, déjenme corregirme: en realidad, tampoco hay nada tan especial en Cuando el viento hable, la novela de Ángela Banzas ambientada en Galicia a finales de los cincuenta mediante una receta típica: niños, posguerra, secretos familiares, abuso de poder, un hospital, atmósfera gótica con gárgolas por todas partes, anden o no anden… Se trata de narrativa comercial de nicho, sin más, la misma clase de producto que se produce cada año en abundancia, siempre idéntico a sí mismo, sin permitirse el contagio con otras formas de escritura ni renovar un milímetro sus estrategias, dirigido a un público que exige un entretenimiento conservador aderezado con giros previsibles y clichés lingüísticos de vocación, ejem, poética: las manos se posan, los cuerpos tiemblan o se estremecen, el sueño es reparador y las palabras se musitan, las lágrimas se niegan a caer, las sonrisas se parecen a la tibia luz del sol, las metáforas hablan de espejos rotos en mil pedazos… En particular, me impresionan mucho las cosas curiosísimas que los gritos llegan a hacer en estas páginas: lanzar zarpazos en la atmósfera de las habitaciones, trepar desgarrados en la oscuridad, encasquillarse en las gargantas, cortar el aire caliginoso de la noche… En fin, ¿qué quieren que les diga? Me estoy echando unas risas, pero al mismo tiempo me siento mal porque, insisto, esta reseña pondrá a la defensiva a la audiencia natural de Cuando el viento hable. A ver, todos tenemos nuestras aficiones poco exigentes, digamos las pelis de Charles Bronson, y entiendo bien por qué a veces necesitamos entretenimientos comatosos: no pensar, dejarnos adormecer por códigos prestablecidos, etcétera. Sin embargo, ojalá se entienda que una novela así no me desagrada solo porque yo me crea un guardián muy listo de la Cultura Seria™, sino porque de verdad me parece poco respetuosa con sus temas y sus lectores, ambos infantilizados por truquitos como caracterizar en una línea a cada personaje como bueno (y entonces habla con “genuina sinceridad”) o malo (en ese caso, se tapa la nariz y la boca con un pañuelo, “dejando patente” el asco que siente por los enfermos pobres). Una trampa más reveladora llega cuando la narradora se sirve de las prostitutas del burdel donde creció un protagonista para denunciar la hipocresía del pueblo que las difama, solo para aclarar en el último momento, ¡por si acaso!, que en todo caso la madre del chaval se limitaba a limpiar el local, sin ejercer. Y es que a los auténticos héroes está permitido ensuciarlos un poco, pero sin pasarse. Aun siendo un detalle pequeño (los hay parecidos a decenas), ese paso atrás cobardica y cutre da la medida de una novela que, aparte de tener poco que ver con la literatura, dudo que suponga nada del otro jueves en su propio terreno de juego. Les juro que me ha tentado sorprenderles diciendo otra cosa, desafiar las previsiones celebrando Cuando el viento hable como una joya de Lo Popular (©Juan del Val) ni que fuese por divertirnos todos un rato con la tontería. Por desgracia, Babelia no está para ironías meta, así que a este libro tan tópico le ha caído la típica reseña que lo destroza. Seguir leyendo
Hay algo cruel en que los suplementos culturales reseñemos el premio Planeta y su finalista como si se enmarcasen en la literatura, cuando hablamos de novelas que jamás asomarían por aquí en circunstancias normales. Es cruel para esos libros, que nunca quisieron ser lo que no son ―es más, sus autores ni siquiera parecen intuir que un libro pueda ser de otra manera―. Lo es para el reseñista, que tiene que leerlos y, por si eso fuera poco, escribir después lo que todo el mundo sabe de antemano. Y lo es para las lectoras, tanto las que disfrutan con ellos, porque quizá se sientan juzgadas de forma subsidiaria, como las que prestan atención a la crítica literaria y desearían que les ofreciésemos algo más que la obviedad de confirmar que Cuando el viento hable es una cosa tremebunda.. Más información. El premio Planeta no toca precisamente el arpa. Bueno, déjenme corregirme: en realidad, tampoco hay nada tan especial en Cuando el viento hable, la novela de Ángela Banzas ambientada en Galicia a finales de los cincuenta mediante una receta típica: niños, posguerra, secretos familiares, abuso de poder, un hospital, atmósfera gótica con gárgolas por todas partes, anden o no anden… Se trata de narrativa comercial de nicho, sin más, la misma clase de producto que se produce cada año en abundancia, siempre idéntico a sí mismo, sin permitirse el contagio con otras formas de escritura ni renovar un milímetro sus estrategias, dirigido a un público que exige un entretenimiento conservador aderezado con giros previsibles y clichés lingüísticos de vocación, ejem, poética: las manos se posan, los cuerpos tiemblan o se estremecen, el sueño es reparador y las palabras se musitan, las lágrimas se niegan a caer, las sonrisas se parecen a la tibia luz del sol, las metáforas hablan de espejos rotos en mil pedazos… En particular, me impresionan mucho las cosas curiosísimas que los gritos llegan a hacer en estas páginas: lanzar zarpazos en la atmósfera de las habitaciones, trepar desgarrados en la oscuridad, encasquillarse en las gargantas, cortar el aire caliginoso de la noche…. En fin, ¿qué quieren que les diga? Me estoy echando unas risas, pero al mismo tiempo me siento mal porque, insisto, esta reseña pondrá a la defensiva a la audiencia natural de Cuando el viento hable. A ver, todos tenemos nuestras aficiones poco exigentes, digamos las pelis de Charles Bronson, y entiendo bien por qué a veces necesitamos entretenimientos comatosos: no pensar, dejarnos adormecer por códigos prestablecidos, etcétera. Sin embargo, ojalá se entienda que una novela así no me desagrada solo porque yo me crea un guardián muy listo de la Cultura Seria™, sino porque de verdad me parece poco respetuosa con sus temas y sus lectores, ambos infantilizados por truquitos como caracterizar en una línea a cada personaje como bueno (y entonces habla con “genuina sinceridad”) o malo (en ese caso, se tapa la nariz y la boca con un pañuelo, “dejando patente” el asco que siente por los enfermos pobres). Una trampa más reveladora llega cuando la narradora se sirve de las prostitutas del burdel donde creció un protagonista para denunciar la hipocresía del pueblo que las difama, solo para aclarar en el último momento, ¡por si acaso!, que en todo caso la madre del chaval se limitaba a limpiar el local, sin ejercer. Y es que a los auténticos héroes está permitido ensuciarlos un poco, pero sin pasarse.. Aun siendo un detalle pequeño (los hay parecidos a decenas), ese paso atrás cobardica y cutre da la medida de una novela que, aparte de tener poco que ver con la literatura, dudo que suponga nada del otro jueves en su propio terreno de juego. Les juro que me ha tentado sorprenderles diciendo otra cosa, desafiar las previsiones celebrando Cuando el viento hable como una joya de Lo Popular (©Juan del Val) ni que fuese por divertirnos todos un rato con la tontería. Por desgracia, Babelia no está para ironías meta, así que a este libro tan tópico le ha caído la típica reseña que lo destroza.. Ángela Banzas. Planeta, 2025. 360 páginas, 21,90 euros. Búsquelo en su librería
