Existen autores cuyos nombres son emblemáticos de la calidad literaria. Una reputación construida no a base de premios llamativos o ventas abrumadoras, sino a través de una creación que puede mantener durante años un nivel de calidad elevado, o, en otras palabras, una valiente perdurabilidad ante las vicisitudes y despreocupaciones de las tendencias. Este es el caso de Ernesto Pérez Zúñiga, quien cuenta con más de dos décadas de sólida trayectoria en la poesía (se puede consultar su antología «Escala», 2023, o su reciente reinterpretación del «Diván de Tamarit» de Lorca en «Cóncavo», 2024) y en la novela, aunque no ha retornado a este último género desde la notable «Escarcha» (2018), a pesar de que los siete años pasados no han sido en vano. No me sorprendería que las siete u ocho reescrituras que menciona el narrador Gustavo Setién sean las mismas que ha realizado Pérez Zúñiga. Setién es el director de la Academia de España en Roma, el mismo lugar donde Valle-Inclán enfrentó dificultades durante la República. Debido a su posición, se encontró con una pintora becada llamada Lucía Dávila, cuya historia le fascinó tanto que decidió comprometerse a convertirla en una novela o, más precisamente, en una docuficción, ya que se documenta de manera exhaustiva. El proceso de creación de la novela se refleja en una narrativa metanarrativa, pero la atención principal se centra en Lucía, la dueña de los Laboratorios Mendívil —ese es su verdadero apellido—. A sus cincuenta años, ha decidido transformar completamente su vida, cediendo la dirección de la empresa farmacéutica a su conocido esposo, Sebastián Osuna, y dedicándose a su verdadera pasión: la pintura. En este cambio, Lucía no solo adopta el apellido ‘Dávila’, sino que también se traslada a Roma con el objetivo aparente de capturar en un lienzo el cielo de la ciudad y, en un sentido más profundo, el de alcanzar la felicidad. El romance con la Ciudad Eterna se ve pronto interrumpido por las extrañas agresiones que afectan a los hombres cercanos a ella: el gestor cultural del Instituto Cervantes, Gianfranco Zicarelli, y especialmente el profesor Enrico Tomasi, conocido como el hombre del sombrero, quien lee a Dante en una cafetería y con quien Lucía inicia una intensa y desesperada relación amorosa. El adjetivo tiene su razón de ser: Enrico debería haber muerto hace tiempo debido al cáncer que sufre, pero un nuevo medicamento, Longumvale, ha extendido su vida.
Existen autores cuyos nombres son emblemáticos de la calidad literaria. Una reputación construida no a base de premios llamativos o ventas abrumadoras, sino a través de una creación que puede mantener durante años un nivel de calidad elevado, o, en otras palabras, una valiente perdurabilidad ante las vicisitudes y despreocupaciones de las tendencias. Este es el caso de Ernesto Pérez Zúñiga, quien cuenta con más de dos décadas de sólida trayectoria en la poesía (se puede consultar su antología «Escala», 2023, o su reciente reinterpretación del «Diván de Tamarit» de Lorca en «Cóncavo», 2024) y en la novela, aunque no ha retornado a este último género desde la notable «Escarcha» (2018), a pesar de que los siete años pasados no han sido en vano. No me sorprendería que las siete u ocho versiones que menciona el narrador Gustavo Setién sean las mismas que ha realizado Pérez Zúñiga. Setién ocupa el cargo de director de la Academia de España en Roma, la misma institución donde Valle-Inclán enfrentó dificultades durante la República. Debido a su posición, se encontró con una pintora becada llamada Lucía Dávila, cuya historia le fascinó tanto que decidió comprometerse a convertirla en una novela o, más precisamente, en una docuficción, ya que se documenta de manera exhaustiva. El proceso de creación deja evidencia metanarrativa, aunque la atención de la novela se centra en Lucía, la dueña de los Laboratorios Mendívil —este es su verdadero apellido—, quien a los cincuenta años ha tomado la decisión de transformar por completo su vida. Ella deja la dirección de la empresa farmacéutica en manos de su famoso esposo Sebastián Osuna y se propone seguir su verdadera pasión: la pintura. En este cambio, Lucía no solo asume el ‘Dávila’, sino que también se traslada a Roma con la intención superficial de plasmar en un lienzo el cielo de la ciudad y el auténtico objetivo de encontrar la felicidad.
Hay escritores cuyo nombre es sinónimo de solvencia literaria. Una solvencia atesorada no a golpe de premios de relumbrón o cifras de ventas estratosféricas, sino con una obra capaz de sostener a lo largo de años una cota muy alta de exigencia o, lo que viene a ser lo mismo, una heroica resistencia a las dolencias e indolencias de la moda. Es el caso de Ernesto Pérez Zúñiga, con más de veinte años de navegación firme por la poesía (puede verse su antología Escala, 2023, o la reciente reescritura del Diván de Tamarit lorquiano en Cóncavo, 2024) y la novela, a la que no vuelve ahora desde la excelente Escarcha (2018), sin que los siete años transcurridos hayan sido en balde. No me extrañaría que las siete u ocho reescrituras que confiesa el narrador Gustavo Setién sean las mismas que ha acometido Pérez Zúñiga.
Setién es el director de la Academia de España en Roma (la misma donde pasó privaciones Valle-Inclán durante la República). Por su cargo, conoció a una pintora becada, Lucía Dávila, cuya historia le fascinó hasta el punto de obstinarse en hacer de ella una novela o, más bien, una docuficción, puesto que se documenta profusamente. Del proceso de composición va dejando constancia metanarrativa, pero el foco de la novela cae sobre Lucía, propietaria de los Laboratorios Mendívil —este es su verdadero apellido—, que a sus cincuenta años ha decidido cambiar su vida de raíz, dejar la dirección de la farmacéutica a su mediático esposo Sebastián Osuna, y dedicarse a la que fue siempre su vocación: la pintura.
En este viraje, Lucía no solo adopta el ‘Dávila’ sino que se muda a Roma con el proyecto aparente de captar en un lienzo el cielo de la ciudad y el propósito profundo de ser feliz. El idilio con la Ciudad Eterna pronto se ve salpicado por las extrañas agresiones que sufren los hombres con los que se relaciona: el gestor cultural del Instituto Cervantes Gianfranco Zicarelli y, sobre todo, el hombre del sombrero que lee a Dante en una cafetería, el profesor Enrico Tomasi, con el que la Lucía entabla una desesperada relación amorosa. El adjetivo no es gratuito: Enrico debería haber fallecido ya del cáncer que padece, pero un nuevo fármaco, Longumvale, le ha prolongado la vida. El medicamento lo fabrica Mendívil y fue aprobado de manera irregular por instigación de Lucía. Si su efecto no está garantizado, la vida de Enrico es ya puro albur.
Hasta aquí algunos de los mimbres de una trama que gira en torno a la posibilidad de cumplir los deseos (y las vocaciones), de redimirse y reinventarse, en especial cuando parece que no queda tiempo y todo está sobredeterminado. En la mutatio animi de Laura se coaligan la frustración de haber entregado sus mejores años a un destino prefijado por la familia, relegando con ello su pasión artística, y la desoladora toma de conciencia de que su matrimonio fue un inmenso error. El despliegue anecdótico de estos temas en el paisaje urbano y cultural de Roma (la ciudad, el arte y la literatura trascienden el mero atrezo) se gradúa con una inteligencia narrativa que permite escenas de moroso lirismo, como la del encuentro erótico de Lucía y Enrico, y otras, como en el desenlace, de ritmo acelerado propio de un thriller.
Recreando e imaginando a partes iguales esas escenas, los celos enfermizos, el acoso violento, la búsqueda de sentido, Gustavo Setién exhibe otra obsesión, la de aprehender la realidad multiforme en el tejido de una novela. Eso es lo que Pérez Zúñiga logra, a la vez que ofrece una lección sencilla: el único cielo accesible está hecho de barro.
EL PAÍS