Un mar de poliéster: ningún paisaje más hermoso para alguien que escribe. En su perfil en una red social, una amiga escritora -Alana S. Portero- ha publicado las imágenes de su participación en un club de lectura. De la primera imagen salpica la tela de un abrigo, que se mezcla con la de una parka, que se mezcla con la de otro abrigo, que si espuma y que si arena y que si lana y que si nailon, y así hasta las diez filas en la biblioteca. Deslizo el índice por la pantalla del teléfono: me fijo en las dos hileras que han sumado -lo indican las patas de madera, no metal como el resto- por una asistencia mayor a la esperada, y luego en mi amiga, que sonríe mientras escucha a su presentadora, y que en los siguientes retratos habla y gesticula, firma ejemplares de su novela ‘La mala costumbre’. Guardaban los libros en las mochilas y los bolsos que colgaban de los respaldos, como trazos de espuma, o se distinguían en los regazos de las mujeres del público. Los planos de cerca muestran el lomo dañado de un libro que se ha leído muchas veces, las esquinitas dobladas en otro cuando un párrafo se quiere recordar. El mar huele a pimentón y comino. Me distraigo con el móvil mientras el sofrito se pocha, y espero para añadir el resto de ingredientes, y el algoritmo me muestra a mi amiga y sus lectoras. Madrugué para escribir, releí algunos capítulos del personaje en el que quería ahondar; algunos me convencieron -por aquí sí- y con la mayoría me sucedió todo lo contrario. Eliminé párrafos, sombreé en amarillo otros para revisarlos con calma, intenté completar una escena y esbozar otra, me desesperé. Necesitaba un respiro. Adelanté la hora de preparar la comida, sucedió lo que he contado: que corté las hortalizas y troceé las pechugas y me olvidé un poco de lo que me preocupaba. Había subrayado una frase en los diarios de Rosa Chacel: «Falta tanto, se necesita tanto esfuerzo y tanta libertad de ánimo». Chacel se refería al acto de escribir.. No lo recordé al echar a la cazuela el pollo y los garbanzos, porque en ese momento -luego el caldo, los fideos más tarde- me preocupaba más que se impregnasen de la cebolla y el tomate y el apio y las especias; la cita de Chacel se inserta ahora, semana y pico después. Chacel la anotó el 20 de febrero de 1957. Páginas antes, que en estos diarios implican un silencio de meses o de años -casi dos, aquí-, ha descrito el cuidado y la resignación que dedica a la costura: fundas de almohadones o para el diván de su marido, el pintor Timoteo Pérez Rubio. «Quedó como de tapicero», consigna con orgullo. «La tela es durísima y coser a pespunte -a mano, como hace un siglo- tantos metros lleva un tiempo atroz». Por una parte intenta convertir en un hogar la casa de Río de Janeiro en la que se han instalado, y por otra se pelea con ‘La sinrazón’. En ocasiones avanza en su novela, o eso intuimos por la luz de ciertos pasajes, pero se agota en otras: lo que logra no coincide con aquello que intentaba. Lo explican su perfeccionismo y su ambición; también el esfuerzo y el ánimo que se arrebata a la literatura y se entrega a la vida. No establece una distancia entre ambas realidades; las concibe separadas, pero nunca ajenas. Dependen la una de la otra, se posibilitan y se boicotean. Chacel lo refleja en ‘Alcancía’, el título que escogió para este ciclo de cuadernos en los que dijo lo que sucedía; y sucedía una idea sobre la que profundizar en un artículo o en una obra de teatro, o su lamento por no escribir o por no escribir como deseaba, o las incesantes «cosas de costura» textuales o simbólicas. Arregla blusas, teje fracasos.. «Quizá alguien dedicará su tiempo al libro que has escrito y una tarde de enero venza a la desgana, se abrigue y se reúna en la biblioteca con él». El lavavajillas de aloe. La espuma contra la olla y el cucharón y el plato hondo, la bayeta húmeda contra la encimera. Los golpecitos del personaje en la carne bajo la piel sobre la escápula, advirtiendo: no te olvides de mí, por mucho que te aterre no saber cómo continuar. Y de repente los abrigos de las participantes en el club de lectura, las fotografías que mi amiga había compartido. Pensé en quien adelanta varias horas la alarma del móvil para enfrentarse a la novela antes de fichar en el trabajo, quien se resiste al sueño corrigiendo unos poemas mientras la familia duerme; quien responde «no» cuando se le propone una salida de fin de semana, porque esas horas las aprovechará para un relato. ¿Por qué escribimos? ¿Para qué? Existen tantas respuestas como personas que madrugan o trasnochan o se recluyen, y todas válidas -quién soy yo para decirte a ti que no-, pero muchas con una recompensa parecida: escribir algo que resonará en alguien que no te conozca de nada, con quien jamás te cruces, que quizá habite otro idioma u otro país u otra época. Alguien que dedicará su tiempo al libro que has escrito, a pensar sobre lo que contaste y decidiste, sobre lo que te entusiasmó y lo que te desesperó; que quizá una tarde de enero venza a la desgana, se abrigue y se reúna en la biblioteca con tu libro como excusa. Se escribe en soledad, se lee en soledad; en el horizonte, un mar de poliéster.
La Lectura // elmundo
¿Por qué escribimos? ¿Para qué? Existen tantas respuestas como personas que madrugan o trasnochan o se recluyen, y todas válidas Leer
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