Nos llegaban las películas de Halloween en octubre y no sabíamos muy bien de qué iba la cosa pero nos encandilaba la idea. Disfrazarse para salir a la calle a pedir caramelos, cómo no. Durante las últimas décadas del siglo XX la fiesta se iba acercando cada vez más, hasta el punto de que una mañana de 1995 tuve la certeza de que, como una niebla verdosa que se te cuela por una rendija de la ventana, como una caja que viaja durante meses en la bodega de un barco, Halloween iba a llegar.. Octubre es mi mes favorito porque llega el fresco, el cambio de hora que todos los años celebro con mayor o menor discreción en algún medio, por lo divertido que me resulta el ambiente de terror, y hay cosas que todavía disfruto sin excepción, siendo la estrella el reparto de las mejores golosinas que consigo encontrar entre los niños que a veces he obligado a llamar a mi puerta como una especie de hada delirante. El tamaño de la luna estos días, las películas que se estrenan, los productos que se venden, los pájaros de la noche, el ambiente más cómodo y divertido, pero ahora que el vaticinio se ha cumplido y se trata de una tradición asentada, puedo ver con claridad el cuadro completo.. Ahora que llevo viéndolo crecer de cerca poco a poco hasta consolidarse, unos veinte años de atenta observación, me doy cuenta de que me perdí la decoración, las chuches y los disfraces pero me perdí también la tensión. Lo mejor del día es la estética, la exploración de identidades, el acercamiento al género de terror, pero para muchos jóvenes es un evento centrado en coquetear con el mal. Asustar a los niños pequeños, a los animales y a la gente mayor, dejar atrás la etapa de disfrazarse para entrar en la de destruir.. Si tal como afirmo el spooky time hubiera sido de verdad my time, no como entelequia sino como el firme contexto social que es hoy todos los octubres, y me hubiera macerado en esa atmósfera antes de la mayoría de edad, habría pasado lo siguiente: hasta los ocho años habría sido mi festejo preferido. Deseado y organizado con ilusión, creatividad, con una magia similar a la que precede la llegada del 6 de enero. A partir de los nueve, quién sabe si antes, los disfraces, las chucherías y los cuentos fabulosos hubieran empezado a estar tan proscritos como los juguetes. La llegada de la pubertad como siempre censurando cualquier actividad con un poco de gracia. Me habría querido seguir disfrazando, incapaz de renunciar a la fantasía, varios años más, quedándome cada vez más abandonada en la ilusión o atrincherada con dos o tres amigas igual de marginales.. «Con la popularidad de Halloween, el caos y los malhechores aumentaron, volviendo la noche tan indeseable como la de Fin de Año». A partir de los catorce pedir chucherías habría quedado prohibido y la fiesta sólo habría sido concebible como rito de paso hacia nuevos looks, algo siempre interesante, pero también con la exploración de nuevos horizontes relacionados con la crueldad humana. Pandillas ruidosas, desatadas, jugando con los límites, y dos opciones: una fiesta de pijamas en el refugio de algún hogar con películas, pelucas y chocolatinas, convencida de estar perdiéndome algo, o sucumbir inocentemente a algún plan pandillero de mal fin. En el caso de seguir la segunda alternativa, me habría lanzado a la calle con una mezcla de desconfianza y embriaguez por exceso de escenas de Scooby Doo, y habría vuelto a casa perturbada, disgustada, deseando ser más pequeña o más mayor, deseando haberme quedado con las películas, las pelucas y las patatas fritas.. Esta clarividencia me libera del FOMO que tanto me atormentó en 1995 cuando a los diez años no me daba cuenta de que no sólo me estaba perdiendo una gran fiesta sino también unos cuantos dilemas dolorosos, como si no hubiera tenido ya bastantes, y me hace sentir afortunada de haber presenciado la progresiva llegada de Halloween a mis alrededores a partir de 2003, cuando aún me acechaban las violencias de la adolescencia pero estaba a punto de escaparme. Me disfrazaba, repartía caramelos entre mis vecinos pequeños, me iba a la calle a disfrutar de la licencia estilística del día intentando mantenerme alejada de los malhechores. Con la popularidad de la celebración, el caos y los malhechores aumentaron, volviendo esa noche tan indeseable como la de Fin de Año.. Sigo viendo mis peliculitas, dando mis caramelitos, pero cuando llaman los niños a pedir ya no les tengo envidia como antes, maldiciendo mi suerte: «Ah, si hubiera nacido sólo diez añitos más tarde…». Ahora comprendo mejor la situación. Me fijo en la complejidad de las pandillas, intentando identificar a la niña que menos grita, a la que camina la última, inquieta y desconcertada, la que probablemente lleva menos caramelos porque no se ha atrevido a colocarse la primera frente a ninguna puerta. La espero, la llamo, le doy más que a ninguno, y rezo para que se lo pase bien en algún momento, cuando llegue a su casa y recuente el alijo, con unas amigas que encuentre que no la dejen atrás, con sus peliculitas, con sus patatitas, con su fiestecita, con lo que a ella le venga mejor.
La Lectura // elmundo
Ahora que llevo veinte años viendo crecer Halloween poco a poco hasta consolidarse, me doy cuenta de que me perdí la decoración, las chuches y los disfraces, pero me perdí también la tensión Leer
Ahora que llevo veinte años viendo crecer Halloween poco a poco hasta consolidarse, me doy cuenta de que me perdí la decoración, las chuches y los disfraces, pero me perdí también la tensión Leer
