De algunos errores no se vuelve nunca, o se vuelve tarde. Por suerte, a mí me duró poco uno de esos errores al que no llamé así, por su nombre, sino de otra manera: lo llamé etapa, lo mismo que los pintores y los poetas. Fue la etapa en que leía sobre todo ensayos o libros de historia. Me parecía que aportaban más que la literatura de ficción, porque dudaba de que las invenciones que salieran de la cabeza de una señora o de un señor me fueran a iluminar igual que un estudio basado en la realidad. Según esa lógica, que fue la mía por unos meses, la mentira de la ficción tenía menos utilidades prácticas que las teorías hechas para entender la realidad y en las que resultaba más provechoso invertir el tiempo.. Fue el subconsciente, supongo, el que mantuvo el lazo pese a todo. Pese a mí. De forma que, entre ensayos y crónicas, caía sin darme mucha cuenta en una novela, que me abría puertas desconocidas a mundos que, a menudo, se parecían mucho al mundo. Era como si por esas páginas se llegase antes y mejor a profundidades que en las otras páginas, tan serias y formales, aparecían apenas en la superficie. Resultaba que aquellas ficciones no lo eran tanto, porque construían realidades distintas que completaban esta, y hasta la explicaban.. En verdad, yo caí en la cuenta de que mi equivocación no consistía sólo en orillar la riqueza que me ofrecían las novelas, sino en esa en manera de hablar que me hacía decir cosas como “invertir el tiempo” para referirme a los libros, cuando a los libros uno no debería acercarse con el propósito de sacarle un partido que se pueda cuantificar. Hay un patrón económico, e ideológico, en el afán de buscar rendimiento al tiempo, aunque sea al tiempo del ocio. Hay incluso una culpa y seguramente un interés. Pero eso no es una etapa: es un error fácil de distinguir y difícil de corregir. A eso ayudan, precisamente, los libros de ficción, que son los primeros que te hacen ver que las cosas podrían ser de otra manera.. Las cosas, sin embargo, son de momento como son, llenas de guerra y de espanto. La actualidad —a la que tanto se confunde con la realidad— empuja a la tentación de dejar de mirar o mirar menos porque a veces cansa o hastía. A veces mirar alrededor se vuelve heroico. Hace falta entonces agazaparse en algún refugio en el que sea posible reconciliarse con el mundo o escapar de él, en el que encontrar historias concretas cuyo vínculo sólo será posible trabar a través de una novela.. Para eso sirven los libros de ficción: para llegar donde el resto de los libros no llegará nunca. Y será ese caudal, heredero de las invenciones extrañas que haremos nuestras, el que empuje a nuestra imaginación y a nuestro léxico para que, pertrechados de más imágenes y de empatía, nos enfrentemos mejor a la realidad y, por supuesto, a la mentira.. Seguir leyendo
De algunos errores no se vuelve nunca, o se vuelve tarde. Por suerte, a mí me duró poco uno de esos errores al que no llamé así, por su nombre, sino de otra manera: lo llamé etapa, lo mismo que los pintores y los poetas. Fue la etapa en que leía sobre todo ensayos o libros de historia. Me parecía que aportaban más que la literatura de ficción, porque dudaba de que las invenciones que salieran de la cabeza de una señora o de un señor me fueran a iluminar igual que un estudio basado en la realidad. Según esa lógica, que fue la mía por unos meses, la mentira de la ficción tenía menos utilidades prácticas que las teorías hechas para entender la realidad y en las que resultaba más provechoso invertir el tiempo.Fue el subconsciente, supongo, el que mantuvo el lazo pese a todo. Pese a mí. De forma que, entre ensayos y crónicas, caía sin darme mucha cuenta en una novela, que me abría puertas desconocidas a mundos que, a menudo, se parecían mucho al mundo. Era como si por esas páginas se llegase antes y mejor a profundidades que en las otras páginas, tan serias y formales, aparecían apenas en la superficie. Resultaba que aquellas ficciones no lo eran tanto, porque construían realidades distintas que completaban esta, y hasta la explicaban.En verdad, yo caí en la cuenta de que mi equivocación no consistía sólo en orillar la riqueza que me ofrecían las novelas, sino en esa en manera de hablar que me hacía decir cosas como “invertir el tiempo” para referirme a los libros, cuando a los libros uno no debería acercarse con el propósito de sacarle un partido que se pueda cuantificar. Hay un patrón económico, e ideológico, en el afán de buscar rendimiento al tiempo, aunque sea al tiempo del ocio. Hay incluso una culpa y seguramente un interés. Pero eso no es una etapa: es un error fácil de distinguir y difícil de corregir. A eso ayudan, precisamente, los libros de ficción, que son los primeros que te hacen ver que las cosas podrían ser de otra manera.Las cosas, sin embargo, son de momento como son, llenas de guerra y de espanto. La actualidad —a la que tanto se confunde con la realidad— empuja a la tentación de dejar de mirar o mirar menos porque a veces cansa o hastía. A veces mirar alrededor se vuelve heroico. Hace falta entonces agazaparse en algún refugio en el que sea posible reconciliarse con el mundo o escapar de él, en el que encontrar historias concretas cuyo vínculo sólo será posible trabar a través de una novela.Para eso sirven los libros de ficción: para llegar donde el resto de los libros no llegará nunca. Y será ese caudal, heredero de las invenciones extrañas que haremos nuestras, el que empuje a nuestra imaginación y a nuestro léxico para que, pertrechados de más imágenes y de empatía, nos enfrentemos mejor a la realidad y, por supuesto, a la mentira. Seguir leyendo
De algunos errores no se vuelve nunca, o se vuelve tarde. Por suerte, a mí me duró poco uno de esos errores al que no llamé así, por su nombre, sino de otra manera: lo llamé etapa, lo mismo que los pintores y los poetas. Fue la etapa en que leía sobre todo ensayos o libros de historia. Me parecía que aportaban más que la literatura de ficción, porque dudaba de que las invenciones que salieran de la cabeza de una señora o de un señor me fueran a iluminar igual que un estudio basado en la realidad. Según esa lógica, que fue la mía por unos meses, la mentira de la ficción tenía menos utilidades prácticas que las teorías hechas para entender la realidad y en las que resultaba más provechoso invertir el tiempo.. Fue el subconsciente, supongo, el que mantuvo el lazo pese a todo. Pese a mí. De forma que, entre ensayos y crónicas, caía sin darme mucha cuenta en una novela, que me abría puertas desconocidas a mundos que, a menudo, se parecían mucho al mundo. Era como si por esas páginas se llegase antes y mejor a profundidades que en las otras páginas, tan serias y formales, aparecían apenas en la superficie. Resultaba que aquellas ficciones no lo eran tanto, porque construían realidades distintas que completaban esta, y hasta la explicaban.. En verdad, yo caí en la cuenta de que mi equivocación no consistía sólo en orillar la riqueza que me ofrecían las novelas, sino en esa en manera de hablar que me hacía decir cosas como “invertir el tiempo” para referirme a los libros, cuando a los libros uno no debería acercarse con el propósito de sacarle un partido que se pueda cuantificar. Hay un patrón económico, e ideológico, en el afán de buscar rendimiento al tiempo, aunque sea al tiempo del ocio. Hay incluso una culpa y seguramente un interés. Pero eso no es una etapa: es un error fácil de distinguir y difícil de corregir. A eso ayudan, precisamente, los libros de ficción, que son los primeros que te hacen ver que las cosas podrían ser de otra manera.. Haz que tu opinión importe, no te pierdas nada.. SIGUE LEYENDO. Las cosas, sin embargo, son de momento como son, llenas de guerra y de espanto. La actualidad —a la que tanto se confunde con la realidad— empuja a la tentación de dejar de mirar o mirar menos porque a veces cansa o hastía. A veces mirar alrededor se vuelve heroico. Hace falta entonces agazaparse en algún refugio en el que sea posible reconciliarse con el mundo o escapar de él, en el que encontrar historias concretas cuyo vínculo sólo será posible trabar a través de una novela.. Para eso sirven los libros de ficción: para llegar donde el resto de los libros no llegará nunca. Y será ese caudal, heredero de las invenciones extrañas que haremos nuestras, el que empuje a nuestra imaginación y a nuestro léxico para que, pertrechados de más imágenes y de empatía, nos enfrentemos mejor a la realidad y, por supuesto, a la mentira.