Del paso del tiempo avisan la rodilla agarrotada, la rigidez en el dorsal: cada estación, cada año, se marcan en el cuerpo. El otoño lo noto en la columna, en la almohadilla que desgastó el roce entre dos vértebras, y en el nervio que pinzan; no en la hojas caídas o las gotas de lluvia, sino en los blísteres vacíos de dexketoprofeno, el gel con diclofenaco en la mesilla de noche, la manta eléctrica y los bonos de fisioterapia. Conforme pasa el tiempo -otro otoño, otro año más- aumentan la intensidad del dolor y el volumen del quejido cuando me tumbo o me incorporo, y el cartílago que casi ya no existe me advierte, desde lo más profundo de mí misma: ya tienes una edad.. De esa edad avisan los huesos, los músculos, las articulaciones, ciertos libros. Uno lo encontré en el frontal de la estantería, sobre la etiqueta de su género; la forma de destacar una novedad en la que se deposita la confianza justa, igual cae, igual no. Curioseaba qué se había publicado en los últimos meses, por si me interesase algo, y allí -alerta- un autor al que admiré en el paso a la universidad. Sus dos primeras obras, de aquella época, las evocaba todavía con cariño: me había impactado cómo narraba las vidas tan similares a las que yo conocía, con ambientes no tan habituales en mis lecturas hasta entonces –las obligatorias del instituto, los clásicos de Cátedra y Castalia que sacaba de la biblioteca–, y su lenguaje ajeno a la tradición que yo más conocía. En su tercer libro, yo con un bagaje más amplio, percibí cierto fingimiento: como quien imposta la voz de otro para recrear una anécdota subrayando los matices, pero se hunde en la caricatura. El cuarto lo hojeé en otra librería, y ahondé -sin comprarlo- en aquella sensación. Desconecté de los siguientes, no sé cuántos.. Meses antes, saltando con un amigo entre un asunto y otro -el alquiler de cada cual, sus clases y su alumnado, mi cuota de autónoma-, desembocamos en un poema que ambos recordábamos justo de los primeros años de carrera. Hablaba sobre uno de los temas que rondaban nuestras conversaciones, y reflejaba -eso nos parecía- aquello que sentíamos. Mi amigo lo buscó en internet, sin resultado, y programó una alarma para localizarlo cuando volviera a casa; justo mientras pagaba en la barra, y yo me colocaba el abrigo y el bolso, me fijé en que se llevaba la mano al costado, reaccionando a una punzada: un traumatismo o una inflamación, el frío y la lluvia que no terminaban de marcharse, los cuarenta y pocos que recién cumplió. Todavía en el metro, una fotografía en el chat con mi amigo: la página con el poema. No añadía ningún comentario. Leí. Releí. Él permanecía en línea. Tecleé: pero qué es esto. Escribiendo: ya. Escribiendo: no tiene mucho que ver con lo que decíamos. Tecleé: no mucho, no. Escribiendo: y muy bueno no es. Lo zanjé con el emoji de la mujer que se encoge de hombros, y borré el poema de mi galería de imágenes.. «Escritores a quienes subrayé a la mañana siguiente de una fiesta larga, disculpadme si os evito al repasar la estantería: prefiero los recuerdos». Días después, después de la conversación, después de la librería, otro amigo -él algo mayor que yo- me enviaba un largo correo electrónico: tras un año repasando bibliografía y tomando notas, desechaba el proyecto de escribir sobre un autor que le había impresionado en su juventud, en esa época, la de sus veintipocos. Me anunciaba algo así: he terminado de releer todo lo que ya conocía, y de conocer lo que todavía no, y se me ha caído; como si me hablara desde una época lejanísima, desde otro mundo. A vuelta de mensaje le propuse que quedásemos para que me explicase, si le apetecía, y me contestó que sí, que justo le habían programado una revisión médica en el hospital cercano a casa; que aprovechásemos.. ¿Qué ocurre con todos esos libros? El escritor a la salida de mi adolescencia, el poema en el que se encontraron la preocupación de mi amigo y la preocupación mía, el maestro que perdió su autoridad. Nada ha cambiado desde se publicaran: quizá en alguna reedición modificaron algún pasaje de una novela, un punto o una coma, o dulcificaron la rima interna en algún verso. Los textos se mantienen: se transforman quienes los leen. Ese retrato de una cotidianidad áspera dejó de servirme cuando indagué en sus referentes -me parecía nuevo porque ignoraba lo anterior-, y cuando viví desde una perspectiva más adulta aquella misma realidad, y todo me sonó a mala traducción: como si se manejara con torpeza la lengua de llegada o de salida.. Se me ha caído, por tomar la expresión de uno de mis amigos, igual que si fallara el pulso al tomar un objeto, y el daño ocupara un plano físico; el emoji de la mujer con los hombros encogidos, las palmas de las manos hacia el cielo, simbolizaba ahora el deseo de que aquellos poemas que idealizábamos conservaran su sentido, o por si acaso -pero qué es esto- no regresaran jamás a la memoria. No sois vosotros, soy yo, libros que me entusiasmasteis cuando no necesitaba tres pastillas antes de dormir, escritores a quienes subrayé lucidísima a la mañana siguiente de una fiesta larga, disculpadme si os evito al repasar la estantería: prefiero los recuerdos.
La Lectura // elmundo
Ese retrato de una cotidianidad áspera dejó de servirme cuando indagué en sus referentes y viví desde una perspectiva más adulta aquella misma realidad Leer
Ese retrato de una cotidianidad áspera dejó de servirme cuando indagué en sus referentes y viví desde una perspectiva más adulta aquella misma realidad Leer