Por el nivel de congoja con el que leía en la cama, las lágrimas que me corrían mejilla abajo y algún sollozo atragantado, podía parecer que estaba leyendo una novela trágica, o el diario de alguien que ya no está. En realidad, estaba leyendo El amor ha sido mi única culpa (La Caja Books), de Malgorzata Nocun, un libro que reúne testimonios de mujeres de la antigua Unión Soviética. Leía cómo una niña fue perdiendo, uno a uno, a todos los miembros de su familia debido a la hambruna durante el cerco de Leningrado. Me asomaba a escenas bélicas de la Segunda Guerra Mundial -las mujeres formaron parte del ejército soviético-, a la historia de una estudiante enamorada terminó en el gulag y la que el amor mantuvo con vida. Leía cómo una ucraniana, al oír las primeras bombas rusas sobre Kíev, escribió por WhatsApp que esto es lo que debía sentir su abuela en junio de 1941, sólo que esta vez los que les atacaban no eran los nazis, sino los nietos de los hombres que lucharon contra el fascismo junto a su abuelo. Leía y lloraba porque esa misma mañana, las autoridades europeas nos recomendaron hacernos con un kit de supervivencia, por lo que pueda pasar. Nunca los tambores de guerra habían sonado tan cerca, ni la Historia se había sentido tan real.. Quienes me conocen saben que soy una dramática. En los cuadros de los museos me identifico con la mujer arrodillada que clama al cielo, la que se tira de los pelos, la que se desmaya. Ante situaciones de cierta magnitud, primero ardo y después me voy tranquilizando. No es que atraviese un estadio meramente emocional y otro de puro raciocinio. Es que para comprender, primero tengo que sentir hasta el fondo, hasta las últimas consecuencias. Mi mente viaja y lo veo todo.. Aquella noche, mientras leía, sentí que estamos cerca de perder todo lo que nos da felicidad. A la mañana siguiente escribí a una amiga y le pregunté cómo veía ella la situación mundial. Me dijo que necesitaba hablar en persona, que creía que estaba empezando a disociar, porque tiene una hija y no puede ni siquiera plantearse dicha situación mundial. Chateamos sobre el kit de supervivencia, sobre el nuevo servicio militar obligatorio para mujeres en Dinamarca, y sobre el que le parecía un escenario probable en el futuro próximo: «Pérdida progresiva de bienestar y libertades por miedo a los conflictos globales y a la inmigración masiva, una especie de estado de excepción general».. Es curioso en lo que una piensa cuando tiene miedo, miedo de verdad. Yo pensé en mi hermano. Toda la vida trabajando como un burro, y ahora que está enamorado por primera vez, ahora que silba de contento y que su novia va a venir desde Italia… Con mi amiga pusimos fecha para comer. Antes de despedirse, escribió un último mensaje. Al parecer, España es el país con menos miedo a la guerra, dijo. Y mandó un tuit en el que se veía un pincho de tortilla, unas alitas de pollo y un café con leche en una mesa soleada: «A la guerra que vaya tu puta madre, Von Der Leyen». Me reí y pensé que, en realidad, ese desayuno representaba las cosas que perderíamos primero: el buen humor, la libertad para mandar al garete a una mandataria en público, esa tranquilidad bajo el sol.. «Me reí y pensé en las cosas que perderíamos primero: el buen humor, la libertad para mandar al garete a una mandataria, la tranquilidad bajo el sol». ¿Qué diferencia lo de entonces de lo de ahora? Además del cruce de papeles -los fascistas son los rusos y los nazis masacran en nombre de Israel-, el Estado espía y autoritario viaja cómodamente en nuestro bolsillo. Más que listos para obedecer órdenes, estamos ensimismados, programados para entretenernos solos en nuestras casas, lejos del mundanal ruido. Como si hubiéramos subido nuestras mentes a internet y nuestros cuerpos hubieran sido desactivados. Si el drama no se siente, la calle no existe.. Las niñas de la antigua Unión Soviética, y sus hijas, y sus nietas, jugaban a la guerra. Todas querían ser del Ejército Rojo, ninguna quería ser nazi. ¿Y ahora?, me pregunté. ¿Qué queremos ser? En otro pasaje del libro, Malgorzata Nocun cuenta que, al finalizar la Segunda Guerra Mundial, decenas de rusos pasaron noches haciendo cola para ver las obras de arte robadas que iban a devolverse a Occidente. En el fondo, todos queremos libertad y belleza, pensé, aunque las llamemos de formas distintas, o ni siquiera pensemos en ellas como tales. ¿Hay algo en lo que creamos?, ¿algo que sepamos a ciencia cierta?. Sabemos que el fascismo se nutre de la miseria y el miedo, y sabemos cómo hemos llegado hasta aquí: salvando bancos, con privatizaciones y recortes de servicios públicos, dejando a generaciones enteras sin casa. Lo básico -techo, salud, educación, trabajo digno- es, en realidad, muy grande: nos hace libres y poco manipulables. Una no empieza a odiar a extranjeros y a invertir en monedas inventadas si no piensa en salvarse a toda costa en un búnker en el desierto, si tiene una vida buena. Muchos de los seguidores de los nuevos autoritarismos no están en contra de lo woke, como suele decirse, sino en contra de un sistema incompatible con ellos, con todos, con la vida misma.. Cuando mi amiga y yo quedamos para comer, hacía un sol radiante después de dos interminables semanas de lluvia. Nos olvidamos de hablar de la guerra porque no olvidamos quiénes somos. Sabemos lo que queremos, y cuánto.
La Lectura // elmundo
Muchos de los seguidores de los nuevos autoritarismos no están en contra de lo ‘woke’, sino de un sistema incompatible con ellos, con todos, con la vida misma Leer
Muchos de los seguidores de los nuevos autoritarismos no están en contra de lo ‘woke’, sino de un sistema incompatible con ellos, con todos, con la vida misma Leer