La historiografía tradicional dice que cuando en el año 476 el general hérulo Odoacro depuso al emperador Rómulo Augústulo, apenas un niño de 11 años de profético nombre e igual origen bárbaro, el Imperio romano que llevaba más de medio milenio rigiendo el destino de buena parte del mundo conocido llegó a su fin. Sin embargo, la caída de una Roma que llevaba casi dos siglos sin ser capital del vasto imperio no significó el fin del mundo romano, cuyo caput mundi se mantuvo casi otro milenio en la oriental Constantinopla, que mantuvo vivo el legado grecolatino.
Por anacrónico que suene hoy, en el Imperio bizantino, una denominación creada por los historiadores del siglo XVI y XVII, todo el mundo, del emperador al último esclavo, todo el mundo se tenía por ciudadano romano o rhomaíon.
Rodeada de pueblos invasores, belicosos y hambrientos, Bizancio vivió casi un milenio en pie de guerra. La astucia de sus diplomáticos y la habilidad de sus generales, así como la autocracia satrapesca de los basileus, emperadores cada vez más orientalizados, que se sucedieron en el poder le aseguraron, sin embargo, una vida larga y brillante no exenta de conflictos. Y el más brillante de los 80 emperadores y emperatrices que gobernaron en Constantinopla fue el fascinante Justiniano, cuyo nombre se inscribe en la historia antigua junto al de monarcas como Alejandro Magno, Julio César, Constantino, Diocleciano o Teodosio.
A esta vida y obra tan vasta y compleja, tan llena de claroscuros y cuya influencia pervive en la actualidad, dedica el historiador del Trinity College de Cambridge Peter Sarris (Saint Albans, 1971), uno de los mayores expertos mundiales en Bizancio y en el personaje, la lúcida biografía Justiniano. Emperador, soldado, santo (Taurus).
«En Occidente, especialmente en el ámbito anglosajón, siempre se ha estudiado la figura de Justiniano en base a sus conquistas militares, pero mi intención es abordar su largo reinado -38 años, sólo superado antes por Augusto y Teodosio y después por Constantino VII y Basilio II- desde una perspectiva social y económica que nos permite conocerlo bien«, explica Sarris desde su despacho cantabrigense. «Se ha hecho muy poco esfuerzo para intentar resaltar la personalidad y el carácter del emperador, algo vital para entender su época y para lo que hay disponibles muchas fuentes documentales contemporáneas».
La llegada al trono de Justiniano se debe a varias casualidades y a un poco de suerte. Nacido hacia el 482 en Tauresio, una pequeña población de Iliria, a 20 kilómetros de la actual Skopie, el niño entonces llamado Pedro vivía con su familia de pastores de ovejas hasta que su tío Justino lo llamó a Constantinopla.
Justino era entonces un respetado general que, huyendo de la miseria de su tierra, frecuentemente asolada por los bárbaros, había hecho una imponente carrera en el ejército hasta ser nombrado comandante de la guardia palatina. Como no tenía hijos, brindó a su sobrino una educación esmerada y acceso a la compleja aristocracia constantinopolitana. Y de pronto en el 518, ya con casi 70 años, al calor de complejas intrigas nobiliarias y senatoriales, Justino terminó siendo, con ciertas reservas, el nuevo emperador.
«Justiniano, ya bien colocado en la Corte, se convirtió de pronto en el hijo adoptivo del nuevo monarca, y supo ir tejiendo con paciencia una red de alianzas y contactos con la vista puesta en el trono«, apunta Sarris. «Su tío fue precavido, pero poco a poco le fue asociando al gobierno. En el 522, cuando le hizo cónsul, Justiniano, que ya había maniobrado para ganarse el favor de la burocracia, la iglesia y el ejército, celebró el acontecimiento distribuyendo entre el pueblo dinero y trigo, y organizando en el anfiteatro un gran espectáculo, gastando en festejos el doble de oro de lo habitual«, relata el historiador.
En el año 527 sucedió a su tío, a quien llevaba unos años ayudando en el gobierno, y pronto su carácter, donde destaca una ambición sin límites, se convirtió en la piedra angular del imperio, marcándolo para siempre. «Su personalidad se refleja muy claramente tanto en la propaganda de la época como en la literatura crítica con el régimen -los mejores exponentes de ambas son las obras de Procopio, su elogiosa Historia de las guerras y su maledicente Historia secreta-. Justiniano fue un adicto al trabajo, impaciente ante los fallos de los demás. Creía que la situación política y religiosa -la decadencia militar y una serie de enrevesados conflictos teológicos que llegarían hasta hoy en la expresión discusión bizantina- se debían a la indolencia de sus predecesores», valora Sarris.
Representación decimonónica de la plaga de Justiniano, que mató a un tercio de la población de Bizancio.
Así que el emperador, que reunía en su persona los poderes ejecutivo, legislativo, judicial y religioso, se arremangó y se puso al trabajo. Sus dos grandes caballos de batalla fueron la recuperación de la grandeza de Roma, que llevó a cabo gracias a las rápidas y exitosas conquistas de su general Belisario en casi toda Italia, el norte de África y el sur de España y las Baleares; y la reforma absoluta de la legislación, la burocracia y la religión imperiales, que sería su mayor legado a la posteridad. En sus primeros años de reinado promulgó más de 400 leyes, que abarcaron desde aspectos minúsculos de la administración provincial hasta grandes reformas nacionales.
«En apenas cinco años, con la excepcional ayuda del jurista Triboniano, el emperador construyo su magna obra, el Corpus Iuris Civilis, una importante y compleja simplificación y recopilación del Derecho romano que se convirtió en el texto jurídico más influyente de la historia«, explica Sarris. «La velocidad y la escala del proyecto sorprenden, y dicen mucho de la mentalidad de Justiniano, de su constante determinación de obtener, de forma rápida, logros a gran escala«.
En cuanto al carácter, el emperador era sobrio, pero apasionado -«cambió las leyes para poder casarse con Teodora, una actriz y prostituta de la que estaba perdidamente enamorado y que influyó mucho en el gobierno, lo que ha afeado sin duda su retrato histórico»-, era cruel, ordenando matanzas y purgas constates y masivas por motivos de ortodoxia religiosa y sexuales -«fue el primer gobernante romano en perseguir la homosexualidad y la pederastia, tan comunes en el mundo grecolatino»-, pero compasivo -«también fue el primero en legislar para favorecer a los discapacitados, los huérfanos o a las prostitutas y esclavas«- y, por encima de todo, era un fervoroso creyente, que pensaba en el bienestar espiritual y ultraterrenal de su pueblo.
«Muchas de sus contradicciones nacen de su profunda fe, marcada por las corrientes escatológicas de la época -aquellas que predecían un cercano fin del mundo y del Juicio Final-. Estaba decidido a garantizar que la Iglesia y el gobierno imperiales fueran agentes eficaces de la salvación de sus súbditos, y a hacer cualquier cosa para lograrlo, lo que implicó crueles matanzas y duras penas contra los paganos o los cristianos heterodoxos», opina Sarris, que destaca que fue quien definitivamente la famosa Academia de Atenas. «Su reinado supuso una catarsis del Estado romano para completar su cristianización final. Sus reformas no sólo influyeron durante siglos en la cristiandad medieval, sino también en el mundo islámico que surgió una centuria después, que tomó mucho del legado bizantino».
Si Justiniano hubiera muerto en el año 540, su reinado se recordaría, sin duda, como un éxito absoluto. Sin embargo, los cinco lustros siguientes el emperador viviría una serie de calamidades desastrosas. Ese mismo año, el rey persa Cosroes I asoló la importante ciudad de Antioquía y todo el territorio sirio en el marco de las seculares guerras entre ambas naciones. Y al año siguiente se declararía la terrible epidemia conocida hoy como plaga de Justiniano, un brote de peste bubónica que, unida a varios años de malas cosechas provocadas por un pequeño cambio climático -similar a la Pequeña Edad de Hielo medieval-, segarían la vida de más de un tercio de la población del imperio y dejarían las arcas bizantinas, agotadas por varias guerras, a punto de sucumbir.
En este escenario, Bizancio iría poco a poco perdiendo sus conquistas territoriales y su ambición de volver a una unidad imperial como la de Roma, donde la ley, la religión y el Estado eran regidos desde una sola ciudad. En su vejez, el emperador se refugió en la religión, presidiendo ácidos debates teológicos -es célebre el Concilio de Constantinopla de 553, en el que tuvo preso al propio Papa- y cada vez más ajeno al gobierno del imperio hasta su muerte en el 565.
«A pesar de su gran cultivo del culto a la personalidad, muy visible en sus grandes obras arquitectónicas, especialmente en la capital -la mayor, la basílica de Santa Sofía-, es curioso que su gran legado sea poco visible. Justiniano ha pasado a la historia, desde luego, y su forma de ver la religión se impuso durante siglos, pero hoy que el cristianismo pierde fuerza y que la geopolítica mediterránea ha cambiado tanto, lo que más nos influye de todos sus logros es su trabajo legislativo», valora Sarris. «Eso sí, no hay un sólo código legal de occidental o del mundo árabe que no lleve su huella». No es poca cosa.
Traducción de Pablo José Hermida y Raquel Marqués. Taurus. 480 páginas. 25,90 € Ebook: 12,99 €Puedes comprarlo aquí.
La Lectura // elmundo
En la biografía ‘Justiniano. Emperador, soldado, santo’, Peter Sarris ahonda en los claroscuros de un gobernante ambicioso, intolerante, compasivo y audaz que casi logra restaurar el poder de la antigua Roma. «Su gran legado, simplificar el Derecho latino, ya apenas se recuerda», lamenta Leer
En la biografía ‘Justiniano. Emperador, soldado, santo’, Peter Sarris ahonda en los claroscuros de un gobernante ambicioso, intolerante, compasivo y audaz que casi logra restaurar el poder de la antigua Roma. «Su gran legado, simplificar el Derecho latino, ya apenas se recuerda», lamenta Leer