Hace poco estuve en una fiesta muy aburrida, una de esas fiestas en las que la música está demasiado alta para conversar pero nadie baila. Lo intenté hasta las tres, pero acabé llamando a un taxi. «¿En serio? ¿Te vas ya?», me reprocharon unos cuantos, aunque estaban visiblemente tan aburridos como yo. Ante la posibilidad de perderme como compinche, la conversación se volvió más interesante durante unos minutos, o al menos se esforzaron más en que pareciera que fluía. Todo el mundo aprovechó (como me ha sucedido tantas otras veces) para preguntarme las cosas que no me había preguntado durante las tres horas que habíamos estado encerrados ahí y que quizás podrían haber dado pie a una conversación… o no, pues en la mayor parte de los casos se trataba de una sucesión de cortesías que solo evidenciaban que no sabíamos tanto los unos de los otros.. Yo les devolví el gesto, y me enteré de cómo estaban los hermanos de la gente (bien) o cómo les iba en el trabajo (como siempre). Al final, mi conductor tuvo que esperar durante varios minutos, no me dejaban salir, y si hubiera decidido regresar caminando y no hubiera pedido un coche probablemente no habría logrado marcharme. En cierto modo, en algunas de esas fiestas nuestros amigos se transforman en malvados yokai japoneses: si les aceptas sus bebidas y alimentos (generalmente cervezas de lata), no podrás irte tan fácilmente de su mundo. Lo único que te quedará será seguir bebiendo para olvidar, convirtiéndote en un animal más salvaje a cada segundo, como los padres de Chihiro se transformaron en cerdos.. En el taxi, el conductor me preguntó cómo había ido la fiesta. «Era una de esas en las que la cosa no termina de arrancar», le dije, y ambos estuvimos de acuerdo en que esa clase de situaciones eran más habituales en eventos planificados, como Halloween, Nochevieja. «Quizás por eso la gente se empeña en quedarse, aunque se esté aburriendo», dijo él, y yo le di la razón. Habría sido una idea bonita: quizás lo que nos hace quedarnos en un cumpleaños tedioso no sea la posible diversión futura, sino el deseo de renovar el compromiso de la amistad con el otro, que no sabemos cómo mostrar más allá de nuestra presencia física. Aburrirse en una fiesta sería, en este sentido, un auténtico acto de amor. Sin embargo, ya en casa pensé que se equivocaba.. El aburrimiento no es solo la falta de estímulos; sino la incomodidad de enfrentarnos a nosotros mismos, a nuestras expectativas. ¿No era cierto que había vivido muchas veces esa misma situación un sábado cualquiera, un sábado en el que estaba claro que a nadie le preocupaba si me quedaba o me iba? Gente aburriéndose en un bar, apretujada entre cuerpos sudados y conversaciones que no corren, que deciden solventar su tedio bebiendo cada vez más para ver si las sustancias hacen que todo se arregle. Sé por qué lo hacía de joven: estaba harta de ser calificada de «aburrida» por «no aguantar», por no ser una de esas personas que llegan a los after o a los churros de las diez de la mañana. Pero, ¿por qué sigo haciéndolo, si en general ya me da bastante igual lo que cualquiera piense de mí? Y los demás, ¿por qué lo hacen? ¿De dónde surge el impulso comunitario de no irnos de fiestas de las que desearíamos irnos desde el primer minuto? Está claro que en una boda o en una fiesta de guardar tienes que esforzarte, pero ¿qué es lo que hace que persistas en un día de lo más común?. Tal vez la persistencia en fiestas aburridas sea, en el fondo, nuestra manera de luchar contra el vacío. El aburrimiento no es solo la falta de estímulos; sino la incomodidad de enfrentarnos a nosotros mismos, a nuestras expectativas no cumplidas y a la realidad de un tiempo que no volverá. En esas horas interminables, mientras la música ensordece y se te hincha la barriga, emerge el miedo: ¿y si no hay nada más esperándome en otro lugar? Así, soportamos la incomodidad con la esperanza de que algo cambie, de que un giro inesperado nos rescate. Cuando no nos rescata, bebemos. A veces funciona: en el calor artificial de la embriaguez, lo mundano parece emocionante, lo insípido, gracioso. Pero, como en esas leyendas donde comer algo mágico te condena a quedarte atrapado, la bebida que aceptamos en una fiesta también debilita la voluntad y el juicio sobre si merece la pena quedarnos. Es un pacto en el que no dejamos de profundizar, un un círculo vicioso que nos transforma, aunque no en cerdos como los padres de Chihiro, sino en autómatas que se mueven sin verdadero propósito, consumiendo porque es lo que se espera.. Quizás la clave no sea seguir buscando rescates químicos o sociales, sino aceptar el aburrimiento como parte inevitable de la experiencia humana. Renunciar al alcohol no arreglará ninguna fiesta, pero puede ayudarnos a observar con más claridad lo que realmente estamos haciendo ahí. ¿Y si, como esos viajeros atrapados por los yokai, simplemente dejáramos de comer lo que nos ofrecen? Tal vez el verdadero acto de rebeldía esté en marcharnos a tiempo, o mejor aún, en quedarnos sobrios y aprender a disfrutar de lo que hay, incluso si es solo silencio y unos cuantos cuerpos bailando sin gracia.
La Lectura // elmundo
¿Por qué nos quedamos en los bares si nos estamos aburriendo?¿Por qué nos esforzamos por no marcharnos y aguantar conversaciones insulsas? Leer
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