La mujer se detuvo en la esquina del centro de estética, donde la calle pequeña desemboca en la calle mediana, hacia la grande. Setenta y muchos, calculé por la parsimonia con la que se movía; arrastraba el carro de la compra, evitaba las losetas sueltas para no tropezar. Se detuvo a nuestra altura -la de la periodista, la mía- y señaló al sonidista y al cámara, que grababa el ladrillo rojo y los toldos verdes, el cartel de la tintorería. «¿A quién han matado?», preguntó la mujer. Respondimos que a nadie. «¿Han robado en algún sitio?». No. «¿Pero qué grabáis?». Un reportaje sobre un libro en el que sale el barrio. «¿Un libro de crímenes?», y añadió: «Mirad que aquí no ha pasado nada malo, nada en cincuenta y pico años». Contesté que lo sabía, que vivía al lado. Pero nos miró cautelosa, se despidió -«bueno, muy bien»-, y la perdimos a la altura de la barbería. Con aquel estigma asumido nos quedamos en la calle pequeña, y en la mediana, y en la grande. Aquí nadie utiliza «distrito», con exactitud administrativa, sino que llama barrio al «barrio»; no se trata de impostar el orgullo, sino de calibrar las palabras y su temperatura. «Aquí» significa Carabanchel, aunque todo esto sirve para otros barrios alejados del centro, para otras ciudades alejadas del centro, donde una cámara sólo reacciona a la catástrofe. «Carabanchel» significa una ciudad dentro de una ciudad, repleta a su vez de otras ciudades posibles: casi nada en común entre las casas que rondan Madrid Río, y los bloques de Pan Bendito, y los edificios asomados a Leganés; tantas historias luminosas y tantas truculentas como en cualquier otra parte. Desde que me mudé han abierto y han cerrado y han abierto salones de juego y fruterías, han cerrado y no han abierto zapaterías y restaurantes. Por mi culpa, por mi culpa: subió el alquiler del piso pero no mi equilibrio de trabajadora autónoma, y me mudé a este en el que alguien antes había llamado «mi balcón» a mi balcón.. «Quizá no se tratase de biografía o de arte, sino que la militancia socialista de Lejárraga cancelaba, para algunos, su altura creativa». ¿Qué relación guarda esto con la literatura? Veinte minutos de camino me separan del número 16 de la calle de La Sombra. Allí se crio la escritora María Lejárraga; Carabanchel Bajo, el pueblo -entonces- de su infancia y adolescencia, aparece de manera explícita en sus memorias, e implícita en muchos otros de sus textos. Por ejemplo, el colegio Santa Cruz -que se mantiene hoy, con otro nombre- inspiró su obra ‘Canción de cuna’, firmada por Gregorio Martínez Sierra, que se estrenó en Buenos Aires, Ginebra, Londres, Nueva York y París, y que se ha adaptado al cine en cinco ocasiones. Su vinculación con el barrio es evidente. Sin embargo, en junio de 2022, el pleno de la Junta Municipal de Carabanchel rechazó la propuesta del PSOE para colocar en La Sombra una placa que recordase a María Lejárraga. El voto de calidad de Álvaro González (PP) decantó el empate hacia la negativa, porque a su juicio Lejárraga disfrutaba de «reconocimientos suficientes en Madrid»: una calle en Carabanchel, una biblioteca en Sanchinarro, un rótulo en el colegio de Malasaña donde trabajó como maestra. Muchos nombres ilustres -no menos que ella- multiplican en número estos honores, y otras ciudades los consideran un emblema: pienso en Londres y sus placas azules. O quizá no se tratase de biografía o de arte, sino que la militancia socialista de Lejárraga -diputada en el Congreso- cancelaba, para algunos, su altura creativa. Por cierto, que en su perfil de Lejárraga para el periódico ‘A Voces de Carabanchel’, David Val añadió un dato interesantísimo: no muy lejos de la calle de La Sombra, unos quince minutos al sur, funcionó durante el cambio de siglo el Teatro Delicias. Allí se representaron obras de Valle-Inclán y adaptaciones de Benavente, que asistieron a las funciones. Tampoco nada lo recuerda.. Hablamos de una plancha de metal o de piedra en la calle en la que una escritora vivió durante años, en el entorno que ya no existe, y que conocemos porque sus libros lo fijaron. Hablamos de un homenaje a María Lejárraga, sí, y a quien cada día espera el autobús de camino al trabajo, en la parada de la acera de enfrente, y si no la conoce se pregunta por ella, y la busca en Google, y luego escucha su nombre en la televisión o en un pódcast, y siente que comparten pertenencia: las mismas calles, en épocas distintas. Esto -la mujer del carrito de la compra, María Lejárraga, el antiguo presidente del distrito- enlaza con las historias que se cuentan, y con los lugares desde los que se cuentan: geográficos, simbólicos. Si consultan el mapa que recoge las placas conmemorativas de Madrid, comprobarán que varios centenares se agolpan en el centro, y unas pocas salen de la M-30. Algunas preguntas sostienen una doble intención: «de qué barrio eres» o «dónde vives» casi nunca quieren decir eso. Para alguien que no sabe cómo contestar sin traicionarse pero también sin cargarse de prejuicios ajenos, para alguien que encuentra una cámara en la esquina del centro de estética y la achaca a un asesinato o un robo, porque su mundo no interesa sin tragedia, el valor de una placa no se vincula al precio del material o los trámites burocráticos: tiene que ver con el orgullo.
La Lectura // elmundo
Allí se crio la escritora María Lejárraga; Carabanchel Bajo, el pueblo, entonces, de su infancia y adolescencia, aparece de manera explícita en sus memorias Leer
Allí se crio la escritora María Lejárraga; Carabanchel Bajo, el pueblo, entonces, de su infancia y adolescencia, aparece de manera explícita en sus memorias Leer