Es bien sabido que los gustos son como los culos: cada uno tiene el suyo. Sagazmente, Kant ya se había percatado del asunto en el siglo XVIII. «Las diversas sensaciones de agrado o desagrado no se sustentan tanto en la disposición de las cosas externas que las suscitan cuanto en el sentimiento de cada hombre para ser por ellas afectado de placer o desplacer. De ahí que algunos encuentran alegrías en lo que a otros les causa asco», escribió en Observaciones acerca del sentimiento de lo bello y lo sublime (Alianza).. Al filósofo nos lo han presentado históricamente como un Sosoman de costumbres tan previsibles que Königsberg entero podía ajustar la hora del carrillón con su paseo vespertino. Sin embargo, el padre de la razón ilustrada estaba lejos de ser un asceta tostonazo. Le gustaban el billar, el vino y las mujeres, y no necesariamente en este orden. Además, gracias a la biografía que el arzobispo Borowski publicó en 1804, la única que el propio Kant leyó, corrigió y autorizó (en parte) en vida, ha trascendido que éste siempre vestía con decoro y según las tendencias de su época. Que se guiaba por lo que observaba en la naturaleza a la hora de combinar colores. Que prefería los trajes rematados con una banda dorada. Que usaba un sombrero con un ala doblada hacia abajo a modo de pantalla para escribir y leer. Y que, si bien nada dijo de traseros, tampoco escatimó alguna palabra subidita de tono cuando reflexionó sobre la moda.. «Siempre es mejor ser un tonto con estilo que un tonto sin él», apuntó sobre la importancia de la apariencia externa y el cuidado personal, sobre todo en los entornos sociales.. A la periodista y crítica cultural Nathalie Olah le interesan menos los endomingados pensadores dieciochescos que un desguazador de convenciones de nuestro tiempo como John Waters. Su último libro presenta precisamente una cita del director de Pink Flamingos como declaración de intenciones: «Para mí, el mal gusto es la esencia del entretenimiento. Que alguien vomite viendo una de mis películas es como recibir una ovación cerrada».. El ensayo de Olah se titula, por supuestísimo, Mal gusto. La política de lo feo. Lo publica Debate y plantea un análisis de la construcción y estandarización en nuestros días del supuesto buen gusto que va mucho más allá de lo puramente estético. A sus ojos, el buengustismo es una horma universal. El molde en el que usted y yo, con independencia de que nuestras circunstancias socioeconómicas puedan ser antagónicas, estamos obligados a encajar. Y a hacerlo a una escala inédita en la historia de la civilización occidental. Porque gusto en 2025, asumámoslo, es un sustantivo político. El gusto explica desde el fondo de armario a las preferencias cinematográficas. Desde el corte de pelo a las aficiones deportivas. Desde la decoración doméstica a la relación con los compañeros de oficina. Desde el color del coche a las conversaciones postcoito. Desde la variedad de la dieta a la autoexhibición en redes sociales.. Olah defiende precisamente, a partir de su labor de investigación y de su experiencia personal, que la transformación de nuestras vidas en un artículo más de consumo en la sociedad capitalista y ultraconectada ha acentuado la percepción del gusto como indicador de clase, estatus y moral. Un subrayado identitario con rotulador fosforito en el entorno de las guerras culturales del siglo XXI. O, si se prefiere, un emblema de idoneidad y respetabilidad. Traducido: el gusto ya no es como un culo; ahora es más bien un superojete, ya que abarca la anatomía completa de cualquier hijo de vecino, su currículum profesional, su proyección pública e incluso sus aspiraciones (confesables).. «Vivimos en una época muy burguesa devorada por la estética. He escrito este libro porque me interesa cómo ésta funciona como sustituto de la participación y la actividad cultural real. En mi opinión, esto se debe en gran parte a la tecnología, que favorece la interacción con pantallas y nos satura con estímulos visuales», explica Olah a través de videollamada. «Creo, además, que esta tendencia refleja una sensación de impotencia. Sally Rooney habla en una de sus novelas [Dónde estás, mundo bello (Literatura Random House, 2021)] de que la belleza es lo único que le queda a una generación ajena a la política y sin medios para conseguir seguridad económica. A alguien sin posibilidades de tener una casa o de formar una familia quizás sólo le queda la estética y la aspiración de crearse un mundo bonito. Y esto es muy peligroso, porque si nos centramos en el aspecto meramente estético perdemos de vista la realidad y la necesidad de organizarnos en colectivo para transformar el mundo».. Relacionar clase y gusto podría dar a entender que Karl Marx ha salido de la tumba para endosarnos un tutorial. Con una portada que imita el estampado animal, Mal gusto es, sin embargo, cualquier cosa menos una coda del Manifiesto comunista. Lo que el ensayo explica sin recurrir a la jerga de la Teoría Política es cómo las aerolíneas y las series de televisión contribuyeron a hacer de clase un sinónimo de refinamiento, compostura y prosperidad. Gusto experimentó una evolución parecida como versión abreviada de buen gusto. En las últimas décadas ha dejado de aludir al criterio para denotar simplemente distinción.. «Pasó a referirse a la capacidad de una persona para emular satisfactoriamente los códigos estéticos de los que detentan el poder», detalla la periodista. «Gusto y clase convergieron. Tener gusto era tener clase, era haber comprendido los códigos sociales que imponían los guardianes del dinero y las oportunidades. Mientras que carecer de gusto era carecer de clase, era sentar la base para el escarnio social y la exclusión económica. Se trataba de un cambio de significado sutil pero profundo: de una estratificación de la sociedad que respondía a la extracción de riqueza de una minoría poderosa, pasó a una cualidad y a un rasgo de carácter cuya carencia ha de ser resultado de alguna tacha moral y personal».. No es una percepción sólo de ella. «A medida que tus posturas morales -y la garantía de ser percibido de manera correcta por tu grupo- se convierten en un indicador de estatus y de aceptación en detrimento de la clase social, el gusto a su vez se asociará cada vez más a la moral», corrobora por correo electrónico Simon May, profesor de Filosofía en el King’s College de Londres. «En cierto modo, siempre ha sido así. Kant considera que la belleza es símbolo de la moralidad. Quería decir que tanto la belleza como la moralidad buscan crear armonía y que la primera incita a la segunda a afinar la sensibilidad. No es por llevarle la contraria a Kant, pero las cosas son un poco diferentes en la cultura contemporánea de las redes sociales…».. May es autor de varios libros sobre estética y emociones. En 2019 fue capaz de atrapar el espíritu del momento en El poder de lo cuqui (Alpha Decay), donde analizaba al triunfo por aplastamiento de la estética infantiloide y la vulnerabilidad cute desde Tokio a San Francisco. Parecía literalmente imposible -lo sigue pareciendo- escapar de las garras de Hello Kitty, el aguacate y los colores pastel. El pensador, de hecho, calificaba lo cuqui como «arma de seducción masiva». Alertaba sobre cómo lo supuestamente dulce e inofensivo genera sentimientos de protección y acaba derivando hacia lo extraño y oscuro.. De aquellos polvos… ya se sabe. Olah admite en las primeras páginas de su trabajo que las ideas acerca del gusto pueden contener, y ayudar a proteger y a normalizar, un gran número de «prejuicios dañinos y pertinaces». El viajero que va en el metro no decodifica igual a alguien que lee The Wall Street Journal que a otro que hojea El jueves. Igual que el reclutador que debe decidir quién ocupa esa apetecible vacante en su empresa optará siempre por el candidato que está a centímetros del canon mainstream que por el que hace con él un gurruño.. De ahí que la autora denuncie cómo la cultura, que hasta ahora se había entendido como una cuestión personal y expresada al margen del desempeño laboral, se ha colado en el ámbito de los requisitos de contratación como un factor decisivo. Acuérdese del afán de algunos teletrabajadores durante el confinamiento en mostrar un espacio de trabajo devenido casi en altar. Piense en cómo la economía de los encarguitos -la mal llamada colaborativa- ha arramplado con el gusto disidente. Desde que la música, el tema de conversación, la potencia del aire acondicionado, la vestimenta e, incluso, el olor corporal de un empleado -pongamos un conductor de VTC- son susceptibles de ser valorados con estrellas, ¿quién va a ser tan temerario como para salirse del carril?. ¿Quiere eso decir que si de adolescente te gusta el ‘grunge’, dibujabas fanzines y veías películas de serie B estás condenado al fracaso en la edad adulta?. No, pero al entrar en el mundo del trabajo indirectamente se te anima a dar de lado a esos intereses. Se tiende a pensar que el énfasis en la estética y el gusto es un fenómeno burgués y que afecta sólo a las industrias creativas, cuando no es así.. ¿Y qué pasa con quien decida no plegarse?. Si quiere asegurar su posición financiera, tendrá que hacerlo. Ahora bien, siempre hay excepciones. O, mejor dicho, anomalías. Los futbolistas y las estrellas del pop consiguen ascender en el sistema de clases y ganar fortunas sin tener que preocuparse demasiado por su apariencia. Pero la mayoría de personas, como tú y como yo, para trabajar en un museo o en un bufete, estará obligada a observar los códigos culturales y las preferencias estéticas de quienes nos ofrecen el empleo.. ¿Crees que el sesgo que beneficia a las personas atractivas (‘pretty privilege’) desaparecerá algún día?. Vivo en el centro de Londres rodeada de gente empleada en industrias creativas. Percibo que los códigos estéticos que rigen la cultura de las citas son hiperbólicos. Son los efectos colaterales de estar expuestos a una enorme cantidad de publicidad constantemente. Es algo que no sucede en muchos lugares fuera de Europa. Ese estándar de belleza no es tan tiránico ni tiene un impacto tan apabullante en la vida de la gente. En cualquier caso, lo que describo no sólo ocurre en el ámbito público, sino también en la intimidad. Nos encontramos con las peores consecuencias de la publicidad cuando nos acostamos con alguien o cuando interactuamos con nuestros padres. Muchos de mis amigos ridiculizan a los suyos por sus elecciones estéticas y de consumo. En cierto modo, las elecciones de las generaciones jóvenes les hacen sentir que llevan una vida más virtuosa. Ésa es otra dinámica que me interesa micho estudiar.. La periodista se crio en Birmingham, en el norte postindustrial inglés, y en un entorno no precisamente elitista. Creció admirando en el videoclub del barrio a una antidiva trash como Pamela Anderson y aspirando a conectar con la filosofía de vida de Dolly Parton… aunque a su alrededor no dejaran de repetirle que la cantante era la encarnación de la vulgaridad. «Y yo pensaba: ‘Pues eso quiero ser mayor. ¡Voy a ser chusma!'», escribe en Mal gusto.. Como era de esperar, no le dejaron. El entramado corporativo que ella denomina Los hacedores de gusto y que abarcaría a las industrias del interiorismo, la moda, la belleza, la comida y el ocio -a cada una le dedica un capítulo- le arrebató el privilegio de ser ella misma con su carisma. En la revista de estilo de vida que la contrató como editora o en la empresa de zumos antioxidantes donde redactaba eslóganes tuvo que ceñirse a la corriente mayoritaria. Por pura supervivencia.. «El problema no es que nuestra época esté más obsesionada con la belleza que otras. Pensemos, por ejemplo, en el Renacimiento», contrapone el pensador May. «El problema es que en la era del hiperindividualismo nos volvemos cada vez más conformistas. Se trata de una paradoja asombrosa. Se debe a que, como individuos, no gozamos de un reconocimiento automático, como sí existe, en gran medida, en el seno de un grupo. Tenemos que estar constantemente ahí fuera ganándonos ese reconocimiento, casi suplicándolo. La forma más segura de obtenerlo es detectar cuál es la tendencia predominante e intentar ser los mejores reproduciéndola. Claro, en una cultura intensamente consumista y alimentada incansablemente por las redes sociales, las tendencias se renuevan todo el rato. Al tratar de mantenernos al día corremos el riesgo de perder el reconocimiento que tanto nos ha costado conseguir, y esto nos genera una gran ansiedad».. Al asumir ciertas preferencias estéticas como expresiones morales estamos validando los intereses de una élite e interiorizando que su dominio es inevitable, argumenta la periodista. Las estrecheces económicas agravan la inseguridad de clase, la falta de autoestima y la ansiedad en torno a las opciones de consumo. Un proceso que «legitima formas de desigualdad y de discriminación», denuncia.. El sociólogo Pierre Bourdieu detectó a finales del siglo pasado que cada clase tiene una forma de pensar, un estilo de vida y unos gustos culturales -conjunto que él denominó habitus- que define a dicha clase frente a las demás. Y que perpetúa las diferencias y las dinámicas de dominación social. Una tesis que desarrolló en su libro más popular, La distinción. Criterio y bases sociales del gusto (1979), y que ahora recoge y revitaliza la historietista Tiphanie Rivière en La distinción (Garbuix Books).. La pregunta del millón sería: ¿cómo se crea y propaga el buen gusto? El rodillo buengustista, que paradójicamente no es tan fácil de distinguir del kitsch o del directamente feísta, puede ser muy sutil. Por ejemplo, cuando determina que la pintura blanca de las paredes de un salón transmite transitoriedad (alquiler) en lugar de inmutabilidad (propiedad). Ningún ricachón quiere aparecer en las revistas caras como un vulgar inquilino, dizque usuario de Idealista. Consecuencia: el aumento disparatado de la gama de color oscura en interiorismo, como demuestran las ventas cuadruplicadas de pintura gris entre 2015 y 2020.. Otra muestra de cómo se las gastan Los hacedores del gusto es la popularización del normcore o estilo austero ultraminimalista como uniforme oficial de las clases creativas. Lo que inició Steve Jobs con su jersey negro de cuello cisne para distanciarse estéticamente de los magnates financieros de los 2000 ha hecho que los departamentos de Diseño parezcan reuniones de dolientes a la salida de un entierro: todo el mundo de luto. Por no hablar de la triunfada de las chaquetas militares y los monos de trabajo. Ya ha dejado de ser chocante que alguien maneje un Mac vestido de ferretero.. Un tercer paradigma es el crecimiento de la industria de la comida orgánica y las bebidas detox, que ha sabido engatusar al cliente presentando sus costosos artículos como microdosis purificadoras, como si sus tarritos contuvieran agua bendita en lugar de zumo de apio. Y relegando al papel de subespecie a quien no se los pueda financiar. Una casta inferior, por cierto, a la que también pertenecerían aquellos incapaces de pagarse un retoque con bótox.. En fin, así es como los hogares han mutado en espacios, la ropa en looks y la comida en bocaditos.. Y así llegamos al personaje contemporáneo que pone a prueba las tesis buengustitas: Donald Trump. El magnate se dejó retratar en 2010 junto a Melania y Barron en su fastuosa torre. En concreto, en una suite palaciega con vistas a otros rascacielos del corazón de Manhattan. La escena rebosaba tanto mármol, tanto dorado y tanta parafernalia grecorromana que daba repelús. Pues bien, hoy aquel monumental pastiche conforma un álbum imprescindible para descifrar la psique de la persona más poderosa del mundo. Ésa a la que le importa tres pepinos lo que piense de él la opinión pública.. «Trump no tuvo que experimentar ninguna movilidad social porque ya nació en un entorno de riqueza, igual que Elon Musk. La gran mayoría de las personas que nacen en la clase media o baja no tienen esa libertad», puntualiza Olah. «Dicho esto, él ha usado deliberadamente el mal gusto tanto para distanciarse de sus rivales en el Partido Republicano como para atraer electores que se sienten excluidos de la cultura dominante. Hay que reconocerle el mérito. No defiendo el uso reaccionario de la estética por parte de la derecha, pero es importante observar lo que está haciendo y tomárselo en serio. A principios de los años 30 del pasado siglo, la revista Life publicó un reportaje titulado En casa con Adolf Hitler que lo presentaba como un tipo con gustos refinados. Los nazis, de hecho, quisieron usar la Bauhaus y a Mies van der Rohe para crear una visión futurista de Alemania. La idea de que la derecha es sinónimo de desaliño y la izquierda de buen gusto es un completo disparate. No creo que ninguna estética sea inherentemente de izquierdas o de derechas».. El profesor May resalta lo que lo normativamente feo, cutre o repelente tiene de minirrevolución en el mundo del degradado de color y otros aderezos cuquis. «Hoy en día, lo que antes se considerabamal gusto a menudo se ve no como un fallo del juicio estético, sino como una rebelión deliberada contra las normas culturales dominantes», aclara. «En muchas esferas creativas, especialmente la moda, pero también el arte, la música e incluso la arquitectura, el mal gusto se ha convertido en una declaración consciente, una forma de subversión y una insignia de autenticidad. Es una forma de reaccionar precisamente contra las intensas presiones para conformarse que acabo de mencionar, y también contra el poder de las élites para establecer estándares estéticos».. Que se lo digan al fotógrafo Martin Parr, que ha hecho carrera precisamente como contrarrevolucionario pop, retratando a la clase media de su país y sus filias culinarias.. «Vivimos en la edad de oro de la fealdad», resume Gretchen E. Henderson por correo electrónico desde EEUU. Profesora de la Universidad de Texas en Austin e investigadora en el ámbito de la salud y las humanidades, Henderson es autora del ensayo Fealdad. Una historia cultural (Turner, 2018), en el que analizaba lo feo desde un punto de vista cultural y corporal más que filosófico. «Apropiaciones recientes de la fealdad la empujan hacia un nuevo territorio, donde se la trata de forma positiva y no negativa, naturalizada e incluso banal», escribe Henderson a propósito del nuevo interés por todo lo que antes provocaba rechazo y miedo.. En uno de los pasajes más personales de su libro, Olah habla abiertamente de su culo. A raíz de una conversación incómoda en la cama y con palabras más cercanas a Waters que a Kant. «Pienso en los estándares de belleza constantemente», confiesa la autora de Mal gusto. «Se ha producido un cambio reciente en los estándares de belleza occidentales que ha marcado distancia con la celebración de los cuerpos y la diversidad para acercarse a una visión ultradelgada y poco saludable de la belleza y del aspecto que deberían tener las mujeres. Esto me molesta y me decepciona, porque crecí en la década de los 2000 y afectó a mi salud mental».. Las paredes, el armario, el estilo de vida y el físico. Todo sometido a la tiranía de cierto buen gusto.. Editorial Debate. 232 páginas. 19,85 euros. Puede comprarlo aquí
La Lectura // elmundo
Las preferencias han pasado del ámbito privado al público y se han convertido en un indicador de clase, estatus y moral. El ensayo ‘Mal gusto’ denuncia la imposición de ciertos códigos culturales y sus consecuencias Leer
Las preferencias han pasado del ámbito privado al público y se han convertido en un indicador de clase, estatus y moral. El ensayo ‘Mal gusto’ denuncia la imposición de ciertos códigos culturales y sus consecuencias Leer