A los nueve años, Dominique Roques (París, 71 años) asistía a exhibiciones de tala de árboles con su padre. Luego fue leñador, desbrozó alerces y vendió motosierras. Vivía embriagado por los aromas de la madera recién cortada, las cortezas, la resina, así que cambió de profesión y ahora es una nariz popular, porque ha escrito mucho sobre su trabajo: buscar materias primas que enriquezcan la perfumería. En los más de 30 años que lleva olfateando el mundo, Roques ha desarrollado una mirada muy nasal, poco atada, claro, a las convenciones, y por eso en El aroma de los bosques dice cosas así: “Aprendí que a uno le puede gustar talar árboles y al mismo tiempo querer proteger y salvar los bosques, ser un leñador mesurado y un plantador decidido. También he descubierto, a lo largo de los años, que el perfume es un hilo conductor en la historia de los bosques”.. Entre los modernos autores de libros sobre el reino vegetal no es común encontrar a taladores orgullosos. La mayoría tiende a destacar la capacidad asociativa de las raíces, el valor del musgo, incluso la inteligencia de las plantas, el poder de lo minúsculo, y por eso llama (paradójicamente) la atención que Roques se centre en bosques legendarios del planeta, en los árboles más famosos, que utiliza como símbolos para explicar historias globales.. Así, Roques se desplaza al Monte Líbano, víctima de la primera gran deforestación narrada de la historia, a manos de Gilgamesh, y desde sus laderas actualiza el estado de “el padre de todos los bosques” antes de devanar algunos grandes hitos históricos vinculados a los árboles: el emperador Adriano delimitó el primer coto de tala al observar los excesos que cometían los leñadores; Felipe VI de Francia fue el primer denunciante de la explotación de un bosque decretando la Ordenanza de Brunoy en 1346, una especie de código forestal que da origen a la silvicultura; la aparición del hacha y, sobre todo, la motosierra —después de la II Guerra Mundial y tras más de 4.000 años de hachas—, detonaron del arrasamiento sistemático de millones de troncos destinados especialmente a carbón vegetal.. La aceleración de la tala se expresa en cifras conmovedoras, porque Roques combina la historia y la estadística con su propia biografía y con viajes que igual realiza a una reserva de cedros —junto al incienso, planta que inaugura la perfumería— que a un campamento de excarboneros gitanos o a Borneo, donde la fiebre por la palma aceitera ha convertido al bosque biodiverso en monocultivo.. Hay viajes más sugerentes que otros, a veces la narración se desequilibra un poco, pero los símbolos son tan mayúsculos que su encanto mantiene el interés, adonde no llega el narrador alcanza el mito. Y es que, cómo sustraerse a la resiliencia de los árboles de Angkor, Hiroshima o Chernóbil; a los dos años que Julia Butterfly Hill pasó viviendo en una plataforma construida a 60 metros del suelo para defender a una secuoya.. Las páginas protagonizadas por secuoyas son de las más seductoras. Algo influye el sentimiento familiar: el padre de Roques pasó una buena temporada derribándolas en California, y volvió a Francia hecho un pionero promotor de motosierras. Además, las secuoyas son los árboles más altos del mundo, sus bosques catedralicios subrayan el carácter sagrado de los espacios naturales que precisamente Estados Unidos fue el primer país en proteger, empezando por el parque de Yellowstone.. Roques aborda con solvencia y desparpajo varios grandes temas del árbol, e igual opina sobre las plantaciones industriales de pinos y eucaliptos que copan miles de hectáreas de Brasil, Uruguay o Indonesia que busca una esencia perfumera en el chaco paraguayo o le vemos talando un árbol octogenario. Entre la anécdota y la majestuosidad, El aroma de los bosques siempre insinúa, situándonos, en ocasiones, en estimulantes encrucijadas morales. ¿Sobre el futuro de los bosques? Roques prefiere confiar. Habrá que leerlo para saber por qué.. Seguir leyendo
A los nueve años, Dominique Roques (París, 71 años) asistía a exhibiciones de tala de árboles con su padre. Luego fue leñador, desbrozó alerces y vendió motosierras. Vivía embriagado por los aromas de la madera recién cortada, las cortezas, la resina, así que cambió de profesión y ahora es una nariz popular, porque ha escrito mucho sobre su trabajo: buscar materias primas que enriquezcan la perfumería. En los más de 30 años que lleva olfateando el mundo, Roques ha desarrollado una mirada muy nasal, poco atada, claro, a las convenciones, y por eso en El aroma de los bosques dice cosas así: “Aprendí que a uno le puede gustar talar árboles y al mismo tiempo querer proteger y salvar los bosques, ser un leñador mesurado y un plantador decidido. También he descubierto, a lo largo de los años, que el perfume es un hilo conductor en la historia de los bosques”.Entre los modernos autores de libros sobre el reino vegetal no es común encontrar a taladores orgullosos. La mayoría tiende a destacar la capacidad asociativa de las raíces, el valor del musgo, incluso la inteligencia de las plantas, el poder de lo minúsculo, y por eso llama (paradójicamente) la atención que Roques se centre en bosques legendarios del planeta, en los árboles más famosos, que utiliza como símbolos para explicar historias globales.Así, Roques se desplaza al Monte Líbano, víctima de la primera gran deforestación narrada de la historia, a manos de Gilgamesh, y desde sus laderas actualiza el estado de “el padre de todos los bosques” antes de devanar algunos grandes hitos históricos vinculados a los árboles: el emperador Adriano delimitó el primer coto de tala al observar los excesos que cometían los leñadores; Felipe VI de Francia fue el primer denunciante de la explotación de un bosque decretando la Ordenanza de Brunoy en 1346, una especie de código forestal que da origen a la silvicultura; la aparición del hacha y, sobre todo, la motosierra —después de la II Guerra Mundial y tras más de 4.000 años de hachas—, detonaron del arrasamiento sistemático de millones de troncos destinados especialmente a carbón vegetal.La aceleración de la tala se expresa en cifras conmovedoras, porque Roques combina la historia y la estadística con su propia biografía y con viajes que igual realiza a una reserva de cedros —junto al incienso, planta que inaugura la perfumería— que a un campamento de excarboneros gitanos o a Borneo, donde la fiebre por la palma aceitera ha convertido al bosque biodiverso en monocultivo.Hay viajes más sugerentes que otros, a veces la narración se desequilibra un poco, pero los símbolos son tan mayúsculos que su encanto mantiene el interés, adonde no llega el narrador alcanza el mito. Y es que, cómo sustraerse a la resiliencia de los árboles de Angkor, Hiroshima o Chernóbil; a los dos años que Julia Butterfly Hill pasó viviendo en una plataforma construida a 60 metros del suelo para defender a una secuoya.Las páginas protagonizadas por secuoyas son de las más seductoras. Algo influye el sentimiento familiar: el padre de Roques pasó una buena temporada derribándolas en California, y volvió a Francia hecho un pionero promotor de motosierras. Además, las secuoyas son los árboles más altos del mundo, sus bosques catedralicios subrayan el carácter sagrado de los espacios naturales que precisamente Estados Unidos fue el primer país en proteger, empezando por el parque de Yellowstone.Roques aborda con solvencia y desparpajo varios grandes temas del árbol, e igual opina sobre las plantaciones industriales de pinos y eucaliptos que copan miles de hectáreas de Brasil, Uruguay o Indonesia que busca una esencia perfumera en el chaco paraguayo o le vemos talando un árbol octogenario. Entre la anécdota y la majestuosidad, El aroma de los bosques siempre insinúa, situándonos, en ocasiones, en estimulantes encrucijadas morales. ¿Sobre el futuro de los bosques? Roques prefiere confiar. Habrá que leerlo para saber por qué. Seguir leyendo
A los nueve años, Dominique Roques (París, 71 años) asistía a exhibiciones de tala de árboles con su padre. Luego fue leñador, desbrozó alerces y vendió motosierras. Vivía embriagado por los aromas de la madera recién cortada, las cortezas, la resina, así que cambió de profesión y ahora es una nariz popular, porque ha escrito mucho sobre su trabajo: buscar materias primas que enriquezcan la perfumería. En los más de 30 años que lleva olfateando el mundo, Roques ha desarrollado una mirada muy nasal, poco atada, claro, a las convenciones, y por eso en El aroma de los bosques dice cosas así: “Aprendí que a uno le puede gustar talar árboles y al mismo tiempo querer proteger y salvar los bosques, ser un leñador mesurado y un plantador decidido. También he descubierto, a lo largo de los años, que el perfume es un hilo conductor en la historia de los bosques”.. Entre los modernos autores de libros sobre el reino vegetal no es común encontrar a taladores orgullosos. La mayoría tiende a destacar la capacidad asociativa de las raíces, el valor del musgo, incluso la inteligencia de las plantas, el poder de lo minúsculo, y por eso llama (paradójicamente) la atención que Roques se centre en bosques legendarios del planeta, en los árboles más famosos, que utiliza como símbolos para explicar historias globales.. Así, Roques se desplaza al Monte Líbano, víctima de la primera gran deforestación narrada de la historia, a manos de Gilgamesh, y desde sus laderas actualiza el estado de “el padre de todos los bosques” antes de devanar algunos grandes hitos históricos vinculados a los árboles: el emperador Adriano delimitó el primer coto de tala al observar los excesos que cometían los leñadores; Felipe VI de Francia fue el primer denunciante de la explotación de un bosque decretando la Ordenanza de Brunoy en 1346, una especie de código forestal que da origen a la silvicultura; la aparición del hacha y, sobre todo, la motosierra —después de la II Guerra Mundial y tras más de 4.000 años de hachas—, detonaron del arrasamiento sistemático de millones de troncos destinados especialmente a carbón vegetal.. La aceleración de la tala se expresa en cifras conmovedoras, porque Roques combina la historia y la estadística con su propia biografía y con viajes que igual realiza a una reserva de cedros —junto al incienso, planta que inaugura la perfumería— que a un campamento de excarboneros gitanos o a Borneo, donde la fiebre por la palma aceitera ha convertido al bosque biodiverso en monocultivo.. Hay viajes más sugerentes que otros, a veces la narración se desequilibra un poco, pero los símbolos son tan mayúsculos que su encanto mantiene el interés, adonde no llega el narrador alcanza el mito. Y es que, cómo sustraerse a la resiliencia de los árboles de Angkor, Hiroshima o Chernóbil; a los dos años que Julia Butterfly Hill pasó viviendo en una plataforma construida a 60 metros del suelo para defender a una secuoya.. Las páginas protagonizadas por secuoyas son de las más seductoras. Algo influye el sentimiento familiar: el padre de Roques pasó una buena temporada derribándolas en California, y volvió a Francia hecho un pionero promotor de motosierras. Además, las secuoyas son los árboles más altos del mundo, sus bosques catedralicios subrayan el carácter sagrado de los espacios naturales que precisamente Estados Unidos fue el primer país en proteger, empezando por el parque de Yellowstone.. Roques aborda con solvencia y desparpajo varios grandes temas del árbol, e igual opina sobre las plantaciones industriales de pinos y eucaliptos que copan miles de hectáreas de Brasil, Uruguay o Indonesia que busca una esencia perfumera en el chaco paraguayo o le vemos talando un árbol octogenario. Entre la anécdota y la majestuosidad, El aroma de los bosques siempre insinúa, situándonos, en ocasiones, en estimulantes encrucijadas morales. ¿Sobre el futuro de los bosques? Roques prefiere confiar. Habrá que leerlo para saber por qué.. Dominique Roques Traducción de Mercedes Corral Siruela, 2024. 192 páginas. 19,95 euros. Búsquelo en su librería
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